Algo que contar sobre el amor


Quienes creen conocerme bien dicen que soy "facilito" para hacer amistad pero quienes me conocen en verdad argumentan que soy "coqueto". Yo, digo que solo me agrada estar rodeado de personas con quienes poder charlar y sientan que pueden confiar en mí. Es así como he llegado a convertirme en el albacea de muchos secretos de amistades que convencidas de mi capacidad de análisis objetivo –dudo que se refieran a mi- esperan recibir la sugerencia atinada que les ayude a resolver el conflicto que les atormenta el día.

Cuando conocí a Adriana nos encontrábamos en el cumpleaños de un amigo en común, lo primero que me agradó fue su belleza y luego la jovialidad con que se desenvolvía ante los demás. La amistad entre ambos surgió casi de inmediato. Luego me presentó a Jorge, su pareja: un tipo de carácter amable, bien parecido, adicto a la lectura, trabajador, y locamente enamorado de su mujer. Entre los tres nació un vínculo amical inusitado para mí, relación que con el paso de los años se hizo más fuerte.

Mi departamento se ubicaba a unos metros al de ellos, lo que permitía que pudiéramos visitarnos con frecuencia. Con el tiempo descubrí que Adriana (quien para entonces ya era mi buena amiga) poseía un clandestino carácter jodido que sacaba a relucir en toda su plenitud a solas con Jorge pero que sabía disimular con una encantadora sonrisa frente a la gente. En un principio, cuando la amistad iba derribando los muros de la mesura, dentro del proceso de conocernos, solían mostrarse muy acaramelados ante mis ojos. Con el pasar de los meses, reconocidos como amigos de verdad, ambos me abrieron el closet de su mundo familiar y lo que vi me dejó perplejo.

Los dos exhibían muestras de afecto sólo cuando cruzaban el umbral de su hogar hacía la calle. Dentro del domicilio la realidad era otra: el carácter alegre y pícaro de Adriana desaparecía convirtiéndose en la mandamás, en la dictadora que no aceptaba contradicción alguna, disparando insultos cual dardos cargados de veneno; Jorge, el hombre enamorado que sonreía tolerando los agravios.

Cada vez que los visitaba mi buena amiga se esmeraba en brindarme una atención demasiado especial, sentía que dejaba de ser el amigo y me convertía en un rey dentro de un reino ajeno. A los dos les agradaba escuchar mis historias con suma atención, al observar sus rostros me parecía ver a un par de niños atrapados en la magia de un cuento. Halagaban mi inteligencia –algo que no me reconozco-, convirtiéndome en su consejero matrimonial.

Un sábado por la mañana, caminando con dirección al estacionamiento de autos me topé con Adriana quien al verme abrió los ojos denotando impresión para luego pregúntame ¿mi niño y usted a donde cree que va así? – A pasear, respondí – ¿En esa facha, con la camisa que parece hubiera dormido con ella? – Sonriendo me defendí manifestando que me veía bien. Interponiéndose en mi camino me invitó a su casa ofreciéndose a plancharme la prenda. Juntos ingresamos a su departamento, luego al dormitorio, ella extendió la tabla de planchar y yo me quité la camisa.

Mientras ella le daba una nueva prestancia a mi prenda, sentado en su cama, con la mitad del cuerpo desnudo, le pregunté:

- ¿Si viene Jorge, no crees que puede molestarse al verme así?
- No te preocupes que ese no dice nada.
- Adrianita, ¿Tu amas a Jorge?
- Lo quiero ¿por qué?
- Porque me parece que a veces lo tratas muy mal.
- Observándome, me lanzó un guiño como respuesta.
- ¿No temes que algún día se aburra y te deje?
- No, eso nunca pasará porque lo tengo comiendo de mi mano.
- Cuando termines te voy a contar un cuento de amor.
- ¡Huy!... Sí papito, respondió pícaramente.

Una vez terminado el planchado se ofreció para ayudarme a vestir. Estando de espalda a ella sentí deslizar sus brazos entre mi cintura, apoyando su mejilla en mi dorso, ejerciendo una delicada presión; solo atiné a sonreír de medio lado. Luego, le pedí me invitara una taza de té y juntos nos sentamos en el largo sofá de su sala.

"Adrianita... sabes que a ti y a Jorge los aprecio mucho, lo que te voy a contar quisiera que lo reflexiones", empecé diciéndole. "No te preocupes chiquito, te prometo que lo voy a pensar", me aseguró mientras nos mirábamos fijamente.

"Esta es una historia que cuenta la relación de una pareja en medio de la selva:
Pedro y María se hallaban extraviados en medio de la selva virgen. Alrededor suyo solo había maleza, árboles y animales salvajes merodeando muy cerca. Como única herramienta y arma de defensa tenían un filudo machete. Él, caminaba delante de ella dando de "machetazos" a la agreste vegetación, abriendo trocha para que ambos pudieran avanzar. Ella, caminaba lentamente detrás, quejándose constantemente de lo angosto que era el camino, criticando a su pareja por las ramas que tallaban parte de sus brazos. Pedro, que la amaba con subliminal sentimiento se esforzaba por cumplir sus deseos en medio de tamaño problema. María, a pesar del esmero de su marido por complacerla no cesaba la retahíla de reclamos.

Ya no doy más, exclamó ella – Mi amor continuemos que nos va a dar la noche, sugirió el preocupado esposo – No, ya no doy ni un solo paso más – Pero, mi cielo, avancemos un poco y luego descansamos – Si quieres adelanta tu que luego te alcanzo... no quiero que me salgan ampollas y luego cayos en los pies, respondió María. Ella no entraba en razón del peligro en el que se encontraban. Después de tanto suplicar, Pedro reinició la marcha abriendo un amplio camino para que su amada luego pudiera continuar. María, sentada en una gran roca similar a un huevo de dinosaurio, observó como la imagen de Pedro iba desapareciendo dejando a su paso una ancha vía. Sabedora del inmenso amor que su marido le tenia, y del pedestal en el que la llevaba encumbrada dentro de su corazón, se dijo: "Voy a dormir un momento, luego lo alcanzo o éste viene por mi".

Después de unas horas, el marido cansado también decidió dormir un momento para recuperar las energías perdidas y proseguir. La madre naturaleza, con el correr de las horas, iba ejerciendo los cambios propios de la tierra y la vegetación. María, al despertar se vio ante un panorama aterrador: El camino había desaparecido y se hallaba rodeada de un verdor absoluto. Pedro, repuesto del sueño, se dio con la sorpresa que el largo trecho trabajado había desaparecido y nuevamente estaba ante la selva virgen. Él hombre enamorado se echo a llorar desconsoladamente pensando en su amada. Ella gritaba con desesperación el nombre del hombre que por muchos años la había endiosado en su vida, sólo el eco de su propia voz era la repuesta. Lamentándose de no haber prestado atención y valorado el amor de su marido se desplomó sobre la hierba.

Pedro, resignado, desorientado y sin nada más que poder hacer continúo avanzando. Después de varios días de sacrificio, deshidratado y con fiebre llegó hasta una comunidad selvática que le prestó ayuda. María, fue capturada por un ser que vaga por las noches en la selva conocido como el "Tunche" y su cuerpo arrojado a la "Sachamama", una gigantesca boa que habita en los pantanos de la amazonía peruana (ambos, personajes de la mitología popular)".

"Adrianita, el mensaje de este relato es que debes valorar todo el amor y respeto que Jorge te brinda, y no confiar que como lo tienes comiendo de tu mano jamás lo vas a perder, porque a veces el destino se encarga de hacer justicia y uno termina devorado por esa inmensa selva llamada soledad", fue el comentario que le hice al finalizar el relato.

Atendiendo la invitación de un amigo que vivía en otra ciudad fui a visitarlo por una semana. Al regresar de mi pequeño viaje me dí con una grata sorpresa: Adriana y Jorge habían mejorado su relación, las muestras de amor no sólo eran fuera de casa sino que también dentro del hogar. Cuando fui a verlos a su departamento Jorge me abrió la puerta, antes de ingresar, con un tono bajito de voz, me dijo: "Javier, no sé que le pico a Adriana porque esta súper diferente... Ahora siento que la amo mucho más que antes". Le di unas palmaditas en el hombro diciéndole: "Amigo, creo que la actitud de tu mujer es el resultado de toda esa demostración de cariño sincero y transparente que día a día le entregas". Sonreímos, mientras al fondo se escuchaba el canto de una mujer feliz.


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Camilo, historia de un niño maltratado


A Camilo le fascinaba otear el mar sin límite de tiempo. Cogía su pequeña banca para asomarse por el muro blanco de seguridad que separaba el frontis de su casa de un peligroso barranco. La vivienda del infante se erguía en la cima de un morro, desde donde tenía una impresionante vista panorámica de la extensa playa.

Creía que el horizonte era el final del mar y que allí empezaba una inmensa catarata. Pensaba, que el sol se sumergía en el fondo marino para descansar hasta el amanecer. Se preguntaba si sería capas de poder nadar desde la orilla hasta donde la vista no alcanzaba a divisar. Estaba convencido que él había sido un delfín. Camilo tenía seis años.

Su hogar era un conjunto de amplias habitaciones con una gran terraza en la parte trasera que colindaba con un frondoso jardín (semejante a un pequeño bosque por la cantidad de árboles, flores y maleza). Allí, Camilo, corría como un animalito silvestre dando rienda suelta a toda la fantasía contenida en su cabecita. Trepando en los árboles frutales de pacay, nísperos o plátanos era feliz. Utilizando las débiles ramas como lianas selváticas se balanceaba igual que un diminuto mono tití. Dentro de todo éste verdor se había mal construido una reducida choza con grandes hojas de plátano y ramas secas. En su interior comía las frutas que a escondidas hurtaba (aunque los vecinos lo observaban con una sonrisa cómplice), además absorbía el líquido lechoso que brotaba de unas flores rojas. En el extremo derecho de este paraíso, una zigzagueante escalera de concreto unía los aproximados treinta metros que separaban a la fábrica de harina de pescado, en la parte baja, con la zona residencial en lo alto. Allí se sentía amo y señor del mundo, rodeado de tantas flores.

Cierta tarde, el inquieto Camilo, jugaba en el extenso patio contiguo a su casa. Un local con puerta independiente, techado en un cincuenta por ciento, donde estaba la lavandería. El pequeño daba de patadas a su pelota, corría sudoroso detrás del balón que se estrellaba contra la pared al tiempo que gritaba ¡Gooool! Con el corazón acelerado tomó el esférico entre sus manitas, lo lanzó al aire y le acertó un cabezazo con toda su fuerza infantil enviándola dentro del cesto de ropa sucia, junto al lavadero.

En el depósito, además del vestuario utilizado por la familia estaba la casaca (chamarra) de tela del mayor de sus héroes, su padre. La observó imaginando la cara de felicidad de su papá al ver el gesto de su hijo mayor. Lo visualizó sonriendo, abrazándolo en señal de agradecimiento. No lo pensó más, en un rincón quedó olvidada la pelota, llevó una silla hacia el lavadero, subió en ella con la prenda en su poder, empozó el agua y le agregó mucho detergente además de lejía. Introdujo la casaca y se puso a refregarla lleno de felicidad.

Los minutos transcurrieron apaciblemente hasta que la puerta del patio emitió el sonido de unos goznes oxidados, era su madre –la misma persona que unos años antes le había dado la vida y sufrido al parirlo- acercándose para ver en qué andaba. Camilo, sonriendo tiernamente volteó expresando con total inocencia: "mira... mami". Ella, al ver el detergente, la lejía y la prenda dentro del agua se llenó de furia, tomó al pequeño por los pelos jalándolo violentamente en sentido contrario del lavadero, estrellándolo contra el piso. Luego lo asió fuertemente de su frágil brazo y empezó a abofetearlo descontroladamente. “¡Muchacho de mierda, ya te he dicho que estés quieto!” “¡No aprendes carajo!” “¡Ahora vas a ver!” “¡Quién te manda a malograr la ropa!”, vociferaba mientras lo golpeaba. El niño desconcertado gritaba de dolor y miedo.

Camilo, en un descuido de su madre logró zafarse del cruel castigo, se echó a correr con dirección al jardín, a ése edén que cobijaba sus aventuras y le brindaba las caricias negadas. Por un instante se detuvo en la escalera de concreto sin dejar de llorar pero la calma estaba a punto de romperse nuevamente. Su madre apareció con una correa (cinturón) de cuero en la mano, el rostro delatando rabia, y una idea fija: corregir la “travesura” de su prole.

¡Ven acá!, le ordenó. “No mamita… por favor no me castigues... ya no lo vuelvo hacer”, suplicaba sin saber la razón de su tormento. Ella empezó a bajar las gradas acercándose lentamente, exigiéndole que no se moviera. “Perdón… mamita perdón”, imploraba mientras retrocedía trastabillando. Ante tal desobediencia su madre agilizó el paso y él nuevamente se echó a correr. Ambos, perseguidor y perseguido, corrían por la escalera con dirección a la fábrica. ¡Pedazo de mierda te he dicho que te detengas!, le ordenaba voz en cuello. Camilo no detenía la velocidad de sus diminutos pies, tampoco cesaba de llorar. “¡Ahora te matoooo... carajo!” “¡Nadie te va a salvar de ésta!”, empezó a amenazarlo. “¡No me matees... mamita!” “¡Yo te quiero con todo mi corazón... por favor mami, no me matees!”, respondía asustado. Por unos segundos, preso del cansancio, se detuvo. Volteó para ver a su madre cuando sintió que un pedazo de madera le impactaba en la nariz, bañándolo en sangre. Reinició su huida considerando que ya no se trataba de esquivar el dolor de una correa sino de salvar la vida. Pero su precoz fortaleza física no podía competir con el de la mujer que lo seguía muy de cerca. Al final fue alcanzado y masacrado a golpes, teniendo como mudos testigo a las plantas y bichos del jardín que cada tarde arropaba la alegría de Camilo.

El dolor que el pequeño bosque sintió por lo que le sucedía a su pequeño hijo fue tan grande que las frutas aun verdes empezaron a desprenderse de las ramas; los árboles y las “lianas” fueron secándose; las flores rojas lloraron el líquido lechoso que solía beber Camilo formando una gran sabana de flores blancas como el alma del inocente niño. Las hormigas interrumpieron la faena diaria, regresando al hormiguero para lamentar lo sucedido; las mariposas dejaron de volar inquietas; las pequeñas aves enmudecieron su canto. Aquel paraíso se había convertido en un averno.

Desnudo, bajo la regadera de la ducha, el pequeño soñador se lavaba el dolor con agua fría evitando tocarse las marcas que el cuero le había dejado como huellas digitales del maltrato infantil. “Yo te quiero pero cuando te portas mal tengo que castigarte”, le argumentaba su madre mientras lo encerraba en su habitación. Sentado en el borde de la cama observó el crucifijo que colgaba sobre su almohada, se bajó del lecho, arrodillado en el suelo juntó las manos, cerró los ojos, inclinó la cabeza y le dio gracias a ése Dios indolente por haberlo salvado de morir.

Al día siguiente se levantó muy temprano y fue hasta la habitación de sus padres, abrazó a su madre diciéndole: "Mami te quiero mucho"; luego abrazó a su padre: "Papi, tu eres mejor que superman", le dijo intentando halagarlo; se despidió con un beso y corrió hasta la terraza para contemplar su inmenso vergel. La candidez de Camilo volvió a llenar de magia y color a aquella naturaleza que el día anterior intentara suicidarse al ver su tragedia.

Con el tiempo, Camilo se alejó de su familia. En la distancia, empezó a perdonar el pasado agradeciéndole a la vida por permitirle vivir tal experiencia y aprender cómo no se debe tratar a un niño.







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Luces en el cielo de Chimbote

Chimbote de noche

Hay tres cosas que siempre han despertado poderosamente mi curiosidad: el mar, el universo, y la muerte. El fondo de la inmensidad oceánica alberga tantos secretos como el universo, y ambos tan misteriosos como la muerte. Preguntas tras preguntas surgen en mi cabeza, cada una con una respuesta que no termina por convencerme: ¿Cómo es posible que en lo más profundo de esa masa de agua salada, donde ya no hay oxigeno y es altamente caliente, pueda existir vida? ¿Cuál de los millones de planetas que conforman el universo estará habitado? ¿Realmente hay vida después de la muerte? Pienso que mientras mis preguntas no obtengan respuestas convincentes continuare observando con apetitosa atención el mar y el cielo. Y ejercitando el poder de la mente a ver si algún día logro comunicarme con el más allá antes que me vaya para allá.

Cierta noche, mi madre se disponía a preparar la cena cuando se percato que le faltaba la carne molida para el platillo que tenía en mente, cogió el dinero de su cartera y me llamo para darme el encargo. Escuche sus indicaciones y salí rumbo al desaparecido "minimarket", ubicado en la Av. Bolognesi. Por aquel entonces tenía la costumbre de recoger todo tipo de palos con forma de báculos, bastones o varitas –a lo Harry Potter- para entretenerme mientras caminaba por la ciudad. Otro de mis hobbies preferidos en esa época era cambiarles la letra a todas las canciones y entonar la que se me ocurriera. Con mis once meses de julio a cuestas, portando mi varita mágica y el dinero en el bolsillo salí apurado a cumplir el mandado.

Era verano. Fuera de casa, en el malecón: el cielo estaba completamente despejado, el viento soplaba con cierta fuerza, las olas reventaban en las rocas que formaban el rompeolas, la radio en cada casa dejaban escapar la melodía del momento; a lo lejos, se escuchaba el ladrido de algunos perros, realmente un escenario maravilloso. Apurando el paso, imaginando ser el héroe de alguna tira cómica, llegue a local comercial. El aroma tan peculiar de la mercadería que invadía el ambiente se coló en mis pulmones. Camine hasta la sección carnes, cogí la bolsa de carne molida, y luego fui a la caja para cancelar.

Ya, fuera del local, inicie el retorno a casa con el mandado en una bolsa transparente, mi varita mágica en la mano derecha, y un mundo de fantasía en mi cabeza. Los autos transitaban con las luces encendidas, observados por los postes del alumbrado público, en la avenida de doble vía. En cada paso que daba, mis grandes ojos buscaban identificar algún amigo para saludar con la mano en alto o llamarlo con un potente silbido.

Estando cerca de casa, caminando por la Av. Bolognesi, debía voltear por una calle que daba para el malecón Grau, luego girar a la derecha hasta llegar al hogar de mis amores. Fue en ésta calle, que al virar me tope con una multitud de vecinos que observaban el cielo. La curiosidad me llevo a elevar la mirada pero solo vi un sin fin de estrellas, al no comprender que miraban le pregunte a un amigo que se hallaba entre la gente: ¿Oye, qué ven todos como unos sonsos? Con su pequeño dedo señalando el cielo me guió hasta el punto blanco que tenia anonadado al gentío. “Dicen que esa estrella llego moviéndose como un avión y de pronto se quedo quieta”, me dijo. Incrédulo, empecé a observarla pero ahí estaba inmóvil el punto blanco.

Transcurrieron unos minutos para que tuviera lugar el espectáculo que marcaría mi vida y alimentaría mi imaginación. Cuando todos observábamos aquel punto blanco que brillaba en el firmamento como todas las estrella, desde otro punto cardinal, una nueva luz blanca se aproximó ubicándose frente a la anterior. No pasaron muchos minutos para que otra pequeña luz blanca se uniera al grupo como si ambas hubieran estado esperándola. Las tres luces se alinearon de tal forma que formaron un triangulo perfecto. No podía creer de lo que era testigo. Al final, este misterioso polígono se dirigió con dirección al mar y su luz se fue difuminando lentamente en la oscuridad de la noche. Algunos corrimos a las piedras del malecón para fotografiar mentalmente hasta el último conchito de la experiencia que acabábamos de vivir.

Emocionado, con la bolsa de carne molida en una mano, mi varita mágica en la otra, y un evento en mi memoria que nunca olvidaría, regresé a casa. Mis padres esperaban enfadados por la demora pero cuando les conté de lo que acababa de ser testigo se calmaron y quedaron tan sorprendidos como los amigos a quienes luego les relaté lo sucedido.

Si existe o no vida en otros planetas es un enigma que la ciencia tendrá que resolver, mientras yo seguiré preguntándome: ¿Qué fueron esas luces en el cielo de Chimbote?


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Alguna vez fui infiel


Si alguien dijera a una nutrida concurrencia: "Que lance la primera piedra quien nunca haya sido infiel", de seguro me quedaría bien sentadito, es más, me agazaparía entre la multitud intentando pasar desapercibido. "Hay que quemar naves para que en el futuro seas un buen marinero", me recomendaban los mayores cuando aun era joven; imagino que intentaban darme a entender que primero experimentara con algunas 'aventurillas' para luego ser una buena cabeza de familia. Con lo que estos seudo "maestros" no contaban es que tan "sabio" consejo podía convertirse en una inmanejable costumbre durante un tiempo prolongado.

La sociedad machista, que suele gobernar la mayoría de países en nuestro "planeta celeste", ata en los ojos de los varones una oscura venda desde la etapa infantil hasta la mayoría de edad que nos impide, algunas veces, ver la felicidad dentro de la fidelidad. "Cuanto más mujeres más macho" "Tienes que ser un maestro en el arte de trampear" "En la casa manda el hombre" "El mundo es para los vivos (astutos)", esta sarta de cojudeces como una enfermedad se va contagiando de generación en generación.

A lo largo de mi vida muchas veces me he enamorado afiebradamente, con los sentimientos desnudos, muy sinceramente de la mujer que con solo mirarme lograba acelerar mi fluido sanguíneo. Pero también debo reconocer, en honor a la verdad, que algunas veces tuve mis "cosillas" paralelas a la relación que en aquel momento mantenía, aunque éstas fueran con el corazón dormido. Mi ciega juventud me convirtió en un fiel cumplidor de aquella frase popular que dice: "Mi mujer es la catedral y las 'trampas' apenas capillitas".

Todavía recuerdo todas las artimañas que empleaba para evitar ser descubierto –para estas cosas el cerebro funciona al mismísimo nivel del coeficiente intelectual del propio Albert Einstein-, se te despierta la imaginación de tal forma que superas a la mejor productora de publicidad. En una oportunidad, por la noche, regresaba de estar en apapachos con una "malcriadita" e iba a encontrarme con mi enamorada, estando cerca de su casa me doy cuenta que la "bandida", que unas horas antes me regalaba sus besos, había manchado intencionalmente el cuello de mi camisa con el carmín de sus labios. Detuve mi avance vociferando una retahíla de groserías, y empecé a girar como loquito sobre mi propio eje hasta que se me encendió el foco dándome la solución: Me quité la camisa, la froté en el piso - especialmente la parte del cuello-, luego volví a colocármela y continúe mi camino. Ella, al verme preguntó preocupada qué me había sucedido, respondí si titubear, tocándome el brazo, que llegando a su hogar me fui de bruces en el terral que se hallaba a unos metros de allí. Sin más preguntas pidió que me quitara la camisa y juntos la metimos en la lavadora, luego me prestó una camiseta de su hermano y nos sentamos a conversar tranquilamente. Finalmente, con la camisa húmeda dentro de una bolsa, regresé tranquilo a mi casa.

Hoy, después de muchos años, recuerdo ésta y muchas "aventuras" similares, pienso en lo sinvergüenza que fui pero también en lo inteligente para evitarles un mal rato a quienes no merecían les arruinara la ilusión de ese entonces. Ninguna de ellas jamás se enteró de estas "travesuras" machistas de las que no me siento orgulloso, y mucho menos digno de convertirlas en consejos para las nuevas generaciones. Llega el momento en que acumulas tantas relaciones a la vez que pierdes el control de tu desorden sentimental generándose en tu interior el deseo de estar solo. Supongo que inconcientemente ha de ser también el temor a ser descubierto, te echen encima a los rudos de la familia y no lo cuentes al día siguiente.

Una psicóloga me dijo por aquella época: "Javier, es bueno que vivas todas estas experiencias para que cuando te llegue la hora de formar un hogar no te distraigas buscando en la calle lo que dejaste de vivir en ésta etapa de tu vida". El tiempo se tragó golosamente muchos calendarios de mi existencia y aun continuo soltero pero esta vez enamorado de una sola mujer.

Lo bailado nadie me lo va a quitar, es verdad, pero ya con más de cuatro décadas a cuestas pienso que mejor hubiera sido "danzar" siempre con una sola mujer para no perderme los bellos momentos que por distraerme en otros labios dejé de vivir al lado de ella.


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Los pequeños piratas

Antigua playa de Chimbote

Cada vez que escucho algún bolero del trío "Los Panchos", o a la orquesta de Pault Mauriat, inevitablemente me vuelven los recuerdos de infancia en la casa que mis progenitores tenían en el malecón Grau, de la ciudad de Chimbote: mis padres sentados en la sala escuchando su música preferida; mis hermanos jugando en sus habitaciones o en el patio; yo, "clavado" en la ventana observando como la penumbra de la noche digería aquellas grandes embarcaciones pesqueras que se enrumbaban mar adentro. A lo lejos, alcanzaba a divisar el extenso muelle débilmente iluminado, frente a él a las bolicheras esperando el aviso de la capitanía para encender motores y lanzarse a la faena nocturna.

Mi padre: un hombre de porte atlético, cabello ondulado, bastante bien parecido, siempre con sus anteojos de carey, y su reloj de números romanos con correa marrón en la muñeca izquierda, era el responsable de mantener en perfecto estado las sondas y radares de las inmensas embarcaciones. Éste caballero tuvo la genial idea, cuando aun vivíamos en otra ciudad portuaria, de permitir que desde los cinco años lo acompañara en la "panga" (remolque marítimo) que lo trasladaba desde el muelle hasta estas moles de metal para familiarizarme con su trabajo –según decía él- pero lo que consiguió fue que el mar y yo quedáramos más unidos que una madre a su hijo. Digamos que a diferencia de muchos infantes primero aprendí a trasladarme en una embarcación que a manejar una bicicleta.

Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar en el malecón Grau los primeros amigos que tuve fueron hijos de pescadores. Estos niños que siempre traían un aliento a pescado frito me llenaron la cabeza de historias sibilinas relacionadas con el mar. Por ejemplo, me hablaron de un jinete vestido completamente de negro montado sobre un corcel del mismo color que en alguna noche vi o creí ver cabalgando por la arena frente a mi casa... cosas de críos. Con ellos por primera vez jugué fulbito en plena pista con dos grandes rocas por arco. Aprendí mis primeras palabras soeces y malas mañas que en casa mi madre se encargaba de corregírmelas a punta de correa.

Junto a mis nuevas amistades, desde una distancia prudente, hacíamos un reglaje a los pescadores artesanales que confiados dejaban sus botes en plena bahía, sobre la arena, y debajo de estas naves de madera los remos. Uno de nosotros se encargaba de seguir al pescador elegido para confirmar que se encontraba lejos y así poder apoderarnos por un largo rato de sus barcas. Entre todos la empujábamos hacia el mar, luego por turnos nos sucedíamos para remar. Al final del paseo regresábamos la pequeña lancha "prestada" a su lugar de origen, y nos marchábamos con el juramento de no delatar nada de lo sucedido. Por suerte jamás aconteció accidente alguno. Pensar que esto lo hacíamos con apenas diez años. Aunque hubo ocasiones que fuimos descubiertos en plena travesura marina y el o los pescadores nos dieron una "catana" (golpes) como para ahuyentarnos de aquel juego peligroso.

El malecón Grau que llegué a conocer aun tenía un gran espacio de arena que separaba al mar de la parte peatonal, eran tiempos en que la inseguridad ciudadana no era tan endemoniada como en la actualidad. Sobre el color plomizo de la arenilla de la playa chimbotana muchos carpinteros construían embarcaciones de madera, de regular tamaño, a la luz del día. Al marcharse dejaban sus herramientas dentro de estos esqueletos de madera para continuar trabajando al día siguiente. Nosotros, los pequeños piratas, invadíamos por las noches estas barcas a medio terminar para convertirlas en santuarios de nuestras fantasías. El eco abrumador de las olas bravías y el silbido fantasmal del viento filtrándose por los finos espacios, entre los tablones, inspiraba a los más inocentes a imaginar que eran Simbad el Marino; los demás nos dedicábamos a fumar cigarrillos sin filtro, marca "Inca": raspaban el pecho hasta la tos, y después de cuatro pitadas ya estábamos totalmente mareados. Además de fumar y contar leyendas, nuestros temas giraban en torno al sexo: del escote de la maestra, de las nalgas de tal o cual señora, o vecinita a la que ya se le empezaban a notar ciertos cambios en su anatomía.

El tiempo pasó, con él se marcharon por distintos caminos aquellas amistades, los recuerdos quedaron pero el malecón cambió. Cada vez que he podido observar la orilla desde una bolichera, mientras el fuerte viento me peinaba el cabello a su antojo, mi cerebro ha reestrenado una película en sepia en la que los personajes son muchos niños que sin importarles las diferencias sociales jugaban como hermanos sin medir el peligro, o el límite entre la travesura y lo delictivo. Sobre este pasado hermoso se construyó el moderno malecón Grau, un corredor turístico orgullo de los chimbotanos.


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Recordandote



Voy a sentarme frente al mar
para rememorar cada uno de tus besos.

En una hoja voy a escribir
todas las veces que me dijiste... ¡Te quiero!

Prometo no llorar
para que mi corazón navegue en paz
en las aguas del recuerdo.

Tu amor, fue la semilla
que sembraste en los surcos de mi alma,
del que nacieron, para ti,
los más limpios sentimientos.

Un beso marco nuestra despedida.
Un beso marcará nuestro reencuentro.
¡Te extrañé!... será la bienvenida.
¡Te amo!... mi mejor respuesta.



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Un bello sueño

Pintura de Claude Monet


Más de una vez he oído decir que los sueños son la manifestación del subconsciente de todo aquello que durante el o los días la persona vivió, entonces trato de interpretar lo que en estado de reposo mi cerebro escenificó.

Bajo tres frazadas (mantas), cubierto hasta el cuello, con la calefacción encendida, lentamente fui deslizándome por el invisible tobogán en el que te dejas caer sin miedo en las profundidades de ese mundo escondido dentro del inconsciente que unas veces llega a ser un paraíso, otras un aterrador infierno. Una explosión de alegría o una dolorosa depresión que te desbordan los canales lagrimales.

Soñando, me vi en un pequeño departamento de dos habitaciones con paredes blancas. La puerta de ingreso se veía maltratada por el tiempo, llevaba la pintura descascarándose, cayendo al suelo como hojas secas de un árbol olvidado por la primavera. El primer ambiente era una reducida cocina: A la derecha, una ventana con dos puertas corredizas, ambas de vidrio en marcos de aluminio; debajo de esta cristalera el único lavadero pegado a un viejo repostero de madera color marrón. La luz que se colaba por entre los vidrios era intensa, sin llegar a ser cegadora. El escenario añejo se apreciaba como una hermosa pintura.

En la segunda habitación, reposando, estaba ella en una cama con el espacio exacto para dos personas: sabanas blancas y almohadas con fundas también de color blanco. Los rayos del sol pasaban por entre la pequeña ventana muy cerca del tálamo donde su juvenil belleza esperaba me inclinara para entregarle aquel beso que decía era la más valiosa colección que guardaban sus delgados y frágiles labios. Sentía que me amaba. Llevaba el cabello corto, color castaño; las facciones de su rostro: ojos marrones claro, nariz pequeña -estéticamente atractiva-, pómulos menudos. La lozanía de su piel, desnuda de maquillaje, reflejaba una gran hermosura.

Sus veinte abriles saltaban a la vista detrás de aquel diminuto traje de baño amarillo. Aquellos erguidos senos con los pezones apenas cubiertos irradiaban sensualidad. Cada parte de su cuerpo bien distribuida dentro de su metro sesenta y cinco de estatura: la cintura sin un ápice de grasa, la firmeza de sus glúteos, sus dibujadas piernas despertaban excitación. Parecía esculpida por el mas genial de los escultores.

Henchido de emoción, sonriendo con picardía, me acerqué con paso moroso hacia aquella preciosa anatomía de piel blanca tostada por el verano. Ella, me extendió los brazos. Yo, me puse de hinojo frente a ella. Nos abrazamos. Nos besamos: La humedad de sus labios y los míos formaron un único rió caudaloso de pasión. Mi lengua buscaba con desesperada lujuria sentir la de ella, ambas intimaban; nuestras hormonas bullían descontroladamente. Aquella copulación labial nos aisló del mundo. Con los ojos cerrados viajamos a nuestro propio paraíso. Un ósculo nos convirtió en dioses capaces de controlar el tiempo y el espacio. Creadores de una felicidad desconocida por el mundo.

El ímpetu de aquellos besos llenos de fogosidad nos hizo vulnerables a las ordenes excitantes del deseo, desbordándose en ambos el copioso afluente liquido seminal. Sus ojos marrón claro y los míos habían dejado de ser los de una pareja latina, eran dos líneas horizontales de un rostro oriental; ambos sonreíamos. "Te amo", me dijo. Yo guardé silencio, observabandola fijamente, tratando de perpetuar su rostro juvenil en mi memoria. "Te quiero" la escuché decir, solo la abracé. Dejamos transitar unos minutos, luego nos pusimos de pie, nuevamente nos abrazamos. El diminuto bikini amarillo cubriendo su húmedo sexo se unió a mi húmeda sunga. Abrazándola la besé repetidas veces diciéndole: "nunca te olvidaré".

Juntos caminamos hacia una puerta de madera, color marrón, que daba a un pequeño patio compartido con otras viviendas vecinas. El piso de aquel espacio estaba cubierto con el verdor de un bien cuidado gramado. Frente a nuestra casa, en el patio, al aire libre, se alzaba una reducida habitación hecha de piedras con la apariencia de una gruta, dentro de ella estaba la ducha. Ambos nos bañamos, entre bromas y juegos sensuales sentimos nuestros cuerpos rozarse con apetito mutuo. Al término, ella, sonriendo volvió a la casa. Yo, cubriéndome la cintura con una toalla blanca, me quedé sentado sobre el gramado observando el cielo, despejado de nubes, que parecía arder.

Desde el acantilado, en donde se erigía la casa, se podía divisar la amplitud del océano. A la distancia el sol era una gran esfera naranja haciendo el amor con el mar, penetrándola lentamente. El soplo débil de la brisa marina me tocaba las partes desnudas del cuerpo como pañuelo de seda secándome la piel. El frágil sonido de pequeñas olas, hijas de un mar en calma, rompían el silencio de aquel embriagador escenario.

Por espacio de treinta minutos recree la visión con el piélago que tenia frente a mí, después volví a ingresar a la casa. Ella descansaba desnuda bajo la sábana blanca. Desnudo me acosté junto a ella. Estiré el brazo izquierdo para que en él reposara su cabeza. Ella deslizó entre mis piernas su mano izquierda, cobijando en la calidez de su palma mi órgano viril; así se quedo dormida. Besándola en la frente también me dormí, sin llegar a decirle en ningún momento del sueño: "Te amo".

Aunque no logré interpretar el significado de esta historia puedo afirmar que fue un bello sueño.


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Sucedió en la playa de Besique


Cuando era un adolescente me tocó vivir uno de los momentos más bochornosos de mi vida, de ésos que pasado algún tiempo y el peligro lo recuerdas como una anécdota.

El protagonista, en aquél entonces era un joven de apenas quince años: delgado, de mirada seductora, labios sensuales y con una sonrisa pícara (insinuadora), digamos que aceptable a los ojos femeninos, en todo caso así me veía en el espejo o así quería verme. Bueno, aquél "Adonis" está por demás decir que era yo. Lo cierto es que era un joven romántico –hasta ahora lo soy- y vivía enamorado de cuanta niña hermosa se me cruzara por el camino, nunca escatimaba esfuerzos por conseguir robarles unos besos.

Cierto día de verano, el grupo de amigos organizó un paseo a una de las playas cercanas al distrito de Chimbote, en el norte del Perú, llamada "Besique". Todos irían con su pareja, además invitarían a algunas amigas para los que estábamos sólos. Llegado el día nos reunimos en el paradero de los autobuses a la hora acordada, diez de la mañana, en la plaza 28 de Julio (hoy Plaza Miguel Grau). Dentro del vehículo cada uno se acomodó de acuerdo a su conveniencia. Yo le había echado el ojo a una mocita muy guapa. Durante toda la hora que duró el trayecto conversamos, nos reímos y por ahí una que otra tocada de mano. El día era caluroso y pintaba excelente.

La playa de Besique estaba rodeada de una cadena interminable de cerros. A muchos metros del mar se alzaban una hilera de pequeños restaurantes rústicos, administrados en su mayoría por pescadores artesanales. Colindante con el océano se hallaban unos grandes peñascos (cerros de piedra). El lugar era inmenso y alejado de la civilización.

Apenas descendimos de la chatarrita que nos había transportado hasta nuestro paraíso juvenil, empezamos a emparejarnos, lógicamente yo iba con la niña que me había deslumbrado desde un inicio. Entre toda la collera (amigos) elegimos dirigirnos a una pequeña bahía cercana, quince minutos caminando, para lo que se debía cruzar un gran cerro de arena y piedra. Iniciamos la marcha. Unos iban echando relajo, otros demostrando sus dotes de orador – entre ellos éste humilde parroquiano - y los demás jugando a la pega (tocar con la mano a quien se persigue a las carreras), aunque para ser sincero éste jueguito servía para tocarles las nalgas a las muchachitas.

Ya enfrente de aquella encumbrada colina arenosa empezó el ascenso. Los varoncitos sudorosos, agitados pero con la cabeza llena de ilusiones tratábamos de mostrar nuestra mejor sonrisa. Estábamos en la mitad del camino cuando alguien gritó:- ¡Por acá hay un atajo!- Todos nos dirigimos hacia aquel camino que nos ahorraría el desgaste físico. La trocha medía aproximadamente entre cincuenta o sesenta centímetros de ancho, bordeaba todo el cerro y se encontraba a una altura de 30 metros o más desde el nivel del mar. Uno a uno iniciaron el recorrido pegando la espalda al cerro, guardando el equilibrio con gran sangre fría. No había andarivel que nos protegiera del peligro de caer sobre las peñas que azotaban las olas.

Todo estaba "chévere" (bien) hasta que tocó mi turno, al igual que los demás avancé, poco a poco, lentamente, evitando mirar hacia abajo. Llevaba un poco más de la mitad cuando los nervios me traicionaron y sentí como si el cuerpo se me fuera hacia delante, pegué con fuerza la espalda al cerro, por más que intenté avanzar, no pude, mis piernas no obedecían las ordenes de mi cerebro; entré en pánico. Mis amigos al percatarse de mi situación empezaron a alentarme: ¡Vamos, Javier tu puedes! ¡Tranquilo amigo! ¡Avanza de a poquito Javi! Todo fue en vano. Cuando la circunstancia se tornó desesperante fueron en busca de ayuda.

Desde donde me encontraba, envuelto entre el miedo y la vergüenza, la observé, estaba con su carita triste, preocupada, con esos ojitos llorosos... la vi rezar.

Después de un buen rato llegaron los súper héroes, eran pescadores acostumbrados a desafiar el peligro, se armó todo un operativo. Uno se me acercó por el lado derecho y otro por el lado izquierdo, ambos estaban sujetos por cuerdas desde arriba, parecían alpinistas, uno de ellos traía una gruesa madera que luego cruzo fuertemente a la altura de mi pecho, cada uno sujetaba en un extremo. Me ordenaron con voz firme avanzar. Nuevamente me volvió la confianza y avancé lentamente los aproximados siete metros que faltaban para salir de aquella pesadilla. Al final llegaron los aplausos y toda manifestación de alegría de parte de la gran multitud de curiosos que para entonces se habían congregado. Emocionado agradecí a cada uno de éstos valerosos hombres de mar, los mismos que me llevaron hacia un rincón y me dieron una “gran puteada” advirtiéndome que no volviera a intentar nuevamente aquella acción. Calculo que todo duró algo más de dos horas desde el inicio de aquella bochornosa situación hasta el rescate.

Pasado el susto toda la pandilla terminamos el descenso hasta la pequeña bahía. Ya instalados surgieron los comentarios, nos bañamos, nos divertimos hasta que nos dieron las cinco de la tarde, hora de regresar. Todos volvieron a cruzar por el atajo, a mí me tocó subir y bajar aquel gigantesco cerro; ya lo dice aquel refrán: "Mas vale prevenir que lamentar".

Nunca llegué a sentir los labios de la niña que tanto me había ilusionado, solo pude tomarla de la mano durante nuestra estancia frente al mar. Jamás la volví a ver desde aquél día.


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Chimbote: La leyenda del "Ahogado"

Malecón Grau de noche

Crecí como muchos "chibolos" (niños), que vivieron en el malecón de Chimbote, escuchando historias de fantasmas y brujas -algunas veces me las creí-; asustado pasé muchas trasnochadas siempre alerta para salir volado por si algún espectro despistado venía a visitarme. Cuando descubrí que todo era puro cuento, una farsa de los mayores para mantenernos alejados de algunos sitios, empecé a inventar mis propias historias que luego se las relataba a la collera (amigos), llegando incluso a jurar "por diosito" con tal que se tragaran el cuento y esa noche sufrieran de insomnio.

Mi infancia y adolescencia transcurrió viviendo frente al mar, observando a diario: las islas, pelícanos, gaviotas, lanchas, redes, respirando la brisa marina; con el cabello alborotado por el fuerte viento y escuchando conversaciones de pescadores. Una de las leyendas más populares en ese pequeño y hermoso mundo era la del "ahogado", en ella se decía que cuando una persona moría ahogada su alma salía por las noches a vagar por la orilla de la playa en busca de algún incauto. Si escuchabas su lamento muy lejano significaba que se encontraba ya a espalda tuya pero si este mismo lamento se oía cercano aún estabas a tiempo de echarte a correr. Cuando ya no había escapatoria decían que la única forma de hacerle frente era rezar en voz alta, tan fuerte como pudieras, sin acobardarte, y jamás meterte al mar o demostrarle miedo de lo contario empezarías a convulsionar votando espuma por la boca. Los hombres de mar aseguraban haberse topado cara a cara con el mismísimo "ahogado" o visto algún difunto lleno de espuma como perro rabioso tendido en la arena.

Una noche acordamos con los amigos del barrio o la cuadra –según el país- camuflarnos entre las redes que los pescadores dejaban secando a la intemperie -inmensas sabanas de hilo oscuro que cubrían el extenso malecón- para ver al famoso "ahogado". Las horas avanzaban, el miedo crecía pero ahí estábamos agazapados los cazafantasmas infantiles, estoicamente esperando la llegada del espectro. El sepulcral silencio de la bahía era roto cada cierto tiempo por el reventar de las olas bajo un cielo estrellado como testigo. De pronto una voz enfurecida nos hizo saltar el corazón: ¡Javierrrrrr…! ¡Aparece de una vez si no quieres que te encuentre! ¡¿Ya estas aquí?... A la unaaa, a las dosss y a las tresss!... Inmediatamente salí de mi escondrijo playero, era mi madre que me andaba buscando. Así quedó truncada la que pudo ser una de las gloriosas hazañas de mi infancia.

Como buen nacido bajo el signo de leo no me di por vencido, después, en otra noche, amanecí observando el mar desde mi ventana, escondido tras la persiana pero nunca apareció el famoso pariente de "gasparin". Entonces decidí ahogar la leyenda en mi mundo de fantasías. Lo rescatable de esta experiencia de "chiquititu" fue el recuerdo que me quedó de la trasnochada: el canto de las gaviotas por la mañana, el sonido de suaves palmadas marinas reventando en la orilla, un cielo celeste de la mano de un tímido sol, el particular aroma de la brisa que tenía el amanecer al filtrarse por el ventanal de mi sala, y la imaginación singlando frente a las islas.


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Chimbote: El Malecón Grau de mis recuerdos.

Antiguo Malecón Grau

Caminar por cada cuadra que forma parte del Malecón Grau, en la ciudad de Chimbote, me significa inevitablemente volver a circular por un pasado lleno de bellos recuerdos. El Malecón atesora en cada una de sus casas, veredas, bancas y piedras a un testigo privilegiado de tantas historias de amor, "mataperradas" de niños, aventuras de adolescentes, frenéticos partidos de fulbito y noches de bohemia juvenil. Desde el hotel de turistas hasta el Varadero.

El Malecón que conocí tenía algunas palmeras -frente al hotel de turistas - y arena. Desde la bahia, sobre el mar, danzando en el aire, se podía ver el vuelo de los pelícanos, gaviotas, pardelas y patillos; era impresiónate apreciar en el piélago a los bufeos y "chanchos" marinos.

Tenía ocho años cuando llegué a "chimbotito", un año después del devastador terremoto del 70 que desapareció el pueblo de Yungay. Aquel penetrante olor que despedían las fábricas de harina de pescado fue lo que dio la bienvenida a mi familia, luego fue la fuerte brisa marina la que golpeó mis pulmones. Nuestra casa estaba a unos metros del mar que se convertiría en mi vida. Por años, fui testigo en el muelle chimbotano de la salida y llegada de tantas bolicheras. Desde mi ventana vi hermosos amaneceres y arder el cielo en el ocaso. Infinidad de veces, montado en una "chalana", junto a los amigos de infancia navegamos frente a las islas guaneras, mientras nuestra mente infantil volaba en la imaginación con el corazón acelerado creyéndonos piratas.

Antes de abordar el extenso rompeolas de la bahía chimbotana está el Jr. Huanchaquito, frente al Varadero -entre los amigos solíamos comentar que allí vivía la gente brava. Iniciando la primera cuadra del Malecón está el Jr. Guillermo Moore, un lugar que conocíamos por estar habitado por "gente de mar". Al terminar la primera cuadra del Malecón comienza el Jr. Sáenz Peña, conocido por celebrar, año tras año, de manera espectacular la fiesta de la "Cruz de Motupe".

Entre el Jr. Sáenz Peña y el Jr. Carlos de los Heros existía "la ramadita", acá llegaban todas las pequeñas embarcaciones artesanales para descargar la pesca del día. Cada mañana era una pequeña feria, una improvisada mini terminal pesquera, donde se podía encontrar una gran variedad de peces. Completaban este mágico mundo las vendedoras de cebiche, las vendedoras de "champus" (desayuno hecho a base de maíz servido en grandes tazas), las vendedoras de "cachanga" y el clásico panadero ofreciendo el pan francés o el "Peter pan" (pan de yema).

Finalizando la segunda cuadra del malecón empieza la primera cuadra del Jr. Carlos de los Heros, allí todos los años llegaba un misterioso señor a proyectar en un gran muro amarillento las mismas películas antiguas en blanco y negro. A la cuadra siguiente, en el Jr. Enrique Palacios, estaba el colegio de primaria "Sagrado Corazón de Jesús" donde cursé parte de mis estudios.

Luego, el Jr. Villavicencio, ésta calle era nuestra "canchita" de fulbito, dos piedras por arcos y unos partidos que eran a morir. Siempre caminando por el malecón llegamos a lo que era la "canchita de repuesto", cuando los mayores nos ganaban la pista de la cuadra anterior, el Jr. Elías Aguirre.

En la cuadra siguiente, el Jr. Manuel Ruiz, estaba la casa de madera color verde de un gran amigo de la secundaria. Finalmente, en el Jr. José Gálvez, frente a la Plaza Miguel Grau (en mis tiempos Plaza Chimú), se hallaba la discoteca “El Pelicano” que pertenecía al Hotel de Turistas, convertido por los amigos del colegio en el punto de encuentro de cada viernes o sábado.

El Malecón Grau de hoy es un bello mirador turístico por donde orgullosamente pasean jóvenes enamorados, familias o simplemente amigos que buscan deleitar la vista en lo que alguna vez fue considerado como el primer puerto pesquero del mundo. Cuadras frente al mar que por siempre conservarán celosamente mis mejores años.


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