Después de aquel once de marzo nada volvió a ser igual en este archipiélago asiático. La naturaleza escribió una de las páginas más tristes en la historia del pueblo japonés. La furia marina enlutó a cientos de familias, y el terremoto de 9.0 en la escala de Richter nos dejó la sombra de una posible tragedia radiactiva, al verse afectada gravemente la central nuclear de Fukushima.
El sábado que pasó, en horas de la tarde, fui al malecón de Kamezaki y me quedé observando largamente lo inofensiva que se veía la mar, quizás con la misma admiración enamorada de quienes hoy no habitan en este mundo por culpa de la bella asesina que me lleva cautivado con su magia. Jamás escuché cantos de sirenas pero sí pude oír en sus débiles olas la sinfonía de un réquiem.
El hombre y la mar, frente a frente, imaginariamente intentando dialogar en armonía como tantas veces lo hicieran en Chimbote. Caminé sobre la arena hasta llegar a ella. Sumergí mis manos en la agüita salada y sentí en el frío de sus entrañas las palmas de muchas vidas tocándome los dedos. Fueron 27,200 personas –muertos y desaparecidos- que partieron involuntariamente cuando el Sakura (flor del cerezo) empezaba a florecer. Miles de vidas que ya no estarán frente al inmenso océano cumpliendo la tradición de esperar la puesta de sol el primer día de cada nuevo año.
Por las calles de Miyagi, Iwate y Fukushima hoy solo transita el silencio. Ciudades costeras donde el hedor de la muerte brota desde los escombros que dejó el asesino samurai acuático. La furia de la madre naturaleza nos dejó por herencia una alarma nuclear. Shinigami (Dios de la muerte) aun sigue rondando pacientemente, esperando que se cometa algún error y así poder cobrar más víctimas. El pánico por la radioactividad mantiene en sobresalto a toda una nación que no tiene más que confiar en los "Héroes de Fukushima".
Por unas horas recorrí todo el malecón observando cómo el nivel del mar había descendido aproximadamente un metro de su altura normal. A lo lejos un bulldozer realizaba obras de prevención en el litoral. Las gaviotas volaban indiferentes a la preocupación humana. De vez en vez en el piélago se alcanzaba a divisar a un patillo sumergirse en busca de peces para alimentarse. El día empezaba a agonizar, el sol morosamente iba despidiéndose. El viento frío y frágil anunciaba la pronta llegada de la noche.
De regreso a casa hice un alto en el centro comercial. Tomando una cesta de plástico de la ordenada pila, vecina a la puerta automática, fui en busca de unas bolsas de pan y menuda sorpresa me llevé al ver las góndolas vacías. Presuroso me dirigí a la sección de las bebidas, guardando la esperanza de encontrar algunas botellas de agua pero el deseo se ahogó frente a un panorama desolador. Preocupado guié mis pasos al lugar de los cups ramen (sopas instantáneas), la escena volvía a repetirse: solo la nada gobernaba los aparadores. Horas antes una abultada cantidad de ciudadanos japoneses habían arrasado con todos los suministros básicos. Apenas pude comprar dos cajas de leche –cada una de un litro- y una caja de galletas.
Una vez en casa encendí el televisor, los noticieros informaban el peligro latente de una posible explosión del núcleo en los reactores de la central termonuclear Fukushima Daiichi. Nervioso dejé reposar mi cuerpo en el mueble rojo de mi habitación intentando asimilar la magnitud del problema con una falsa calma pensando en la reacción de mi familia al enterarse de la fuga radioactiva. La úlcera, que dejé sin tratamiento médico por falta de dinero, me recordó de su existencia con pequeños dolores en el vientre. Empecé a elaborar respuestas convincentes para las preguntas de mis seres queridos que no tardaron en llegar através del hilo telefónico.
La semana siguiente leyendo los portales de los diarios españoles, colombianos y mexicanos me enteré que sus gobiernos, al igual que Francia y Alemania, enviaban aviones para socorrer a sus compatriotas pero Perú, la república de la economía floreciente, tardaba la ayuda para sus paisanos. Días después unos japoneses me preguntaron por qué no regresaba a mi país, les respondí: "Si no tengo dinero para comer menos voy a tener para un pasaje". Sin hacer el menor comentario se retiraron dejándome solo. Si antes la plaza laboral ya estaba bastante difícil a raíz de la crisis económica mundial, con lo acontecido el 11 de marzo se puso peor, ensombreciendo la futura subsistencia de la bolsa laboral extranjera, y sumado a todo esto el comprensible temor por la contaminación radioactiva.
Cada viernes, a la misma hora que el terremoto y el tsunami sembraron la muerte en esta isla, junto al pueblo japonés guardo un minuto de silencio en memoria de los ausentes.
Buscando trabajo, conviviendo con el miedo y la esperanza de pronto poder marcharme continuaré escribiendo en este blog hasta el día que me cancelen la conexión a Internet. Luego procuraré hacerlo desde la casa de alguna amistad que generosamente me permita utilizar su ordenador.
"Mientras tenga vida, fuerzas y esperanza las cosas pueden mejorar".
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