Algo que contar sobre el amor


Quienes creen conocerme bien dicen que soy "facilito" para hacer amistad pero quienes me conocen en verdad argumentan que soy "coqueto". Yo, digo que solo me agrada estar rodeado de personas con quienes poder charlar y sientan que pueden confiar en mí. Es así como he llegado a convertirme en el albacea de muchos secretos de amistades que convencidas de mi capacidad de análisis objetivo –dudo que se refieran a mi- esperan recibir la sugerencia atinada que les ayude a resolver el conflicto que les atormenta el día.

Cuando conocí a Adriana nos encontrábamos en el cumpleaños de un amigo en común, lo primero que me agradó fue su belleza y luego la jovialidad con que se desenvolvía ante los demás. La amistad entre ambos surgió casi de inmediato. Luego me presentó a Jorge, su pareja: un tipo de carácter amable, bien parecido, adicto a la lectura, trabajador, y locamente enamorado de su mujer. Entre los tres nació un vínculo amical inusitado para mí, relación que con el paso de los años se hizo más fuerte.

Mi departamento se ubicaba a unos metros al de ellos, lo que permitía que pudiéramos visitarnos con frecuencia. Con el tiempo descubrí que Adriana (quien para entonces ya era mi buena amiga) poseía un clandestino carácter jodido que sacaba a relucir en toda su plenitud a solas con Jorge pero que sabía disimular con una encantadora sonrisa frente a la gente. En un principio, cuando la amistad iba derribando los muros de la mesura, dentro del proceso de conocernos, solían mostrarse muy acaramelados ante mis ojos. Con el pasar de los meses, reconocidos como amigos de verdad, ambos me abrieron el closet de su mundo familiar y lo que vi me dejó perplejo.

Los dos exhibían muestras de afecto sólo cuando cruzaban el umbral de su hogar hacía la calle. Dentro del domicilio la realidad era otra: el carácter alegre y pícaro de Adriana desaparecía convirtiéndose en la mandamás, en la dictadora que no aceptaba contradicción alguna, disparando insultos cual dardos cargados de veneno; Jorge, el hombre enamorado que sonreía tolerando los agravios.

Cada vez que los visitaba mi buena amiga se esmeraba en brindarme una atención demasiado especial, sentía que dejaba de ser el amigo y me convertía en un rey dentro de un reino ajeno. A los dos les agradaba escuchar mis historias con suma atención, al observar sus rostros me parecía ver a un par de niños atrapados en la magia de un cuento. Halagaban mi inteligencia –algo que no me reconozco-, convirtiéndome en su consejero matrimonial.

Un sábado por la mañana, caminando con dirección al estacionamiento de autos me topé con Adriana quien al verme abrió los ojos denotando impresión para luego pregúntame ¿mi niño y usted a donde cree que va así? – A pasear, respondí – ¿En esa facha, con la camisa que parece hubiera dormido con ella? – Sonriendo me defendí manifestando que me veía bien. Interponiéndose en mi camino me invitó a su casa ofreciéndose a plancharme la prenda. Juntos ingresamos a su departamento, luego al dormitorio, ella extendió la tabla de planchar y yo me quité la camisa.

Mientras ella le daba una nueva prestancia a mi prenda, sentado en su cama, con la mitad del cuerpo desnudo, le pregunté:

- ¿Si viene Jorge, no crees que puede molestarse al verme así?
- No te preocupes que ese no dice nada.
- Adrianita, ¿Tu amas a Jorge?
- Lo quiero ¿por qué?
- Porque me parece que a veces lo tratas muy mal.
- Observándome, me lanzó un guiño como respuesta.
- ¿No temes que algún día se aburra y te deje?
- No, eso nunca pasará porque lo tengo comiendo de mi mano.
- Cuando termines te voy a contar un cuento de amor.
- ¡Huy!... Sí papito, respondió pícaramente.

Una vez terminado el planchado se ofreció para ayudarme a vestir. Estando de espalda a ella sentí deslizar sus brazos entre mi cintura, apoyando su mejilla en mi dorso, ejerciendo una delicada presión; solo atiné a sonreír de medio lado. Luego, le pedí me invitara una taza de té y juntos nos sentamos en el largo sofá de su sala.

"Adrianita... sabes que a ti y a Jorge los aprecio mucho, lo que te voy a contar quisiera que lo reflexiones", empecé diciéndole. "No te preocupes chiquito, te prometo que lo voy a pensar", me aseguró mientras nos mirábamos fijamente.

"Esta es una historia que cuenta la relación de una pareja en medio de la selva:
Pedro y María se hallaban extraviados en medio de la selva virgen. Alrededor suyo solo había maleza, árboles y animales salvajes merodeando muy cerca. Como única herramienta y arma de defensa tenían un filudo machete. Él, caminaba delante de ella dando de "machetazos" a la agreste vegetación, abriendo trocha para que ambos pudieran avanzar. Ella, caminaba lentamente detrás, quejándose constantemente de lo angosto que era el camino, criticando a su pareja por las ramas que tallaban parte de sus brazos. Pedro, que la amaba con subliminal sentimiento se esforzaba por cumplir sus deseos en medio de tamaño problema. María, a pesar del esmero de su marido por complacerla no cesaba la retahíla de reclamos.

Ya no doy más, exclamó ella – Mi amor continuemos que nos va a dar la noche, sugirió el preocupado esposo – No, ya no doy ni un solo paso más – Pero, mi cielo, avancemos un poco y luego descansamos – Si quieres adelanta tu que luego te alcanzo... no quiero que me salgan ampollas y luego cayos en los pies, respondió María. Ella no entraba en razón del peligro en el que se encontraban. Después de tanto suplicar, Pedro reinició la marcha abriendo un amplio camino para que su amada luego pudiera continuar. María, sentada en una gran roca similar a un huevo de dinosaurio, observó como la imagen de Pedro iba desapareciendo dejando a su paso una ancha vía. Sabedora del inmenso amor que su marido le tenia, y del pedestal en el que la llevaba encumbrada dentro de su corazón, se dijo: "Voy a dormir un momento, luego lo alcanzo o éste viene por mi".

Después de unas horas, el marido cansado también decidió dormir un momento para recuperar las energías perdidas y proseguir. La madre naturaleza, con el correr de las horas, iba ejerciendo los cambios propios de la tierra y la vegetación. María, al despertar se vio ante un panorama aterrador: El camino había desaparecido y se hallaba rodeada de un verdor absoluto. Pedro, repuesto del sueño, se dio con la sorpresa que el largo trecho trabajado había desaparecido y nuevamente estaba ante la selva virgen. Él hombre enamorado se echo a llorar desconsoladamente pensando en su amada. Ella gritaba con desesperación el nombre del hombre que por muchos años la había endiosado en su vida, sólo el eco de su propia voz era la repuesta. Lamentándose de no haber prestado atención y valorado el amor de su marido se desplomó sobre la hierba.

Pedro, resignado, desorientado y sin nada más que poder hacer continúo avanzando. Después de varios días de sacrificio, deshidratado y con fiebre llegó hasta una comunidad selvática que le prestó ayuda. María, fue capturada por un ser que vaga por las noches en la selva conocido como el "Tunche" y su cuerpo arrojado a la "Sachamama", una gigantesca boa que habita en los pantanos de la amazonía peruana (ambos, personajes de la mitología popular)".

"Adrianita, el mensaje de este relato es que debes valorar todo el amor y respeto que Jorge te brinda, y no confiar que como lo tienes comiendo de tu mano jamás lo vas a perder, porque a veces el destino se encarga de hacer justicia y uno termina devorado por esa inmensa selva llamada soledad", fue el comentario que le hice al finalizar el relato.

Atendiendo la invitación de un amigo que vivía en otra ciudad fui a visitarlo por una semana. Al regresar de mi pequeño viaje me dí con una grata sorpresa: Adriana y Jorge habían mejorado su relación, las muestras de amor no sólo eran fuera de casa sino que también dentro del hogar. Cuando fui a verlos a su departamento Jorge me abrió la puerta, antes de ingresar, con un tono bajito de voz, me dijo: "Javier, no sé que le pico a Adriana porque esta súper diferente... Ahora siento que la amo mucho más que antes". Le di unas palmaditas en el hombro diciéndole: "Amigo, creo que la actitud de tu mujer es el resultado de toda esa demostración de cariño sincero y transparente que día a día le entregas". Sonreímos, mientras al fondo se escuchaba el canto de una mujer feliz.


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Camilo, historia de un niño maltratado


A Camilo le fascinaba otear el mar sin límite de tiempo. Cogía su pequeña banca para asomarse por el muro blanco de seguridad que separaba el frontis de su casa de un peligroso barranco. La vivienda del infante se erguía en la cima de un morro, desde donde tenía una impresionante vista panorámica de la extensa playa.

Creía que el horizonte era el final del mar y que allí empezaba una inmensa catarata. Pensaba, que el sol se sumergía en el fondo marino para descansar hasta el amanecer. Se preguntaba si sería capas de poder nadar desde la orilla hasta donde la vista no alcanzaba a divisar. Estaba convencido que él había sido un delfín. Camilo tenía seis años.

Su hogar era un conjunto de amplias habitaciones con una gran terraza en la parte trasera que colindaba con un frondoso jardín (semejante a un pequeño bosque por la cantidad de árboles, flores y maleza). Allí, Camilo, corría como un animalito silvestre dando rienda suelta a toda la fantasía contenida en su cabecita. Trepando en los árboles frutales de pacay, nísperos o plátanos era feliz. Utilizando las débiles ramas como lianas selváticas se balanceaba igual que un diminuto mono tití. Dentro de todo éste verdor se había mal construido una reducida choza con grandes hojas de plátano y ramas secas. En su interior comía las frutas que a escondidas hurtaba (aunque los vecinos lo observaban con una sonrisa cómplice), además absorbía el líquido lechoso que brotaba de unas flores rojas. En el extremo derecho de este paraíso, una zigzagueante escalera de concreto unía los aproximados treinta metros que separaban a la fábrica de harina de pescado, en la parte baja, con la zona residencial en lo alto. Allí se sentía amo y señor del mundo, rodeado de tantas flores.

Cierta tarde, el inquieto Camilo, jugaba en el extenso patio contiguo a su casa. Un local con puerta independiente, techado en un cincuenta por ciento, donde estaba la lavandería. El pequeño daba de patadas a su pelota, corría sudoroso detrás del balón que se estrellaba contra la pared al tiempo que gritaba ¡Gooool! Con el corazón acelerado tomó el esférico entre sus manitas, lo lanzó al aire y le acertó un cabezazo con toda su fuerza infantil enviándola dentro del cesto de ropa sucia, junto al lavadero.

En el depósito, además del vestuario utilizado por la familia estaba la casaca (chamarra) de tela del mayor de sus héroes, su padre. La observó imaginando la cara de felicidad de su papá al ver el gesto de su hijo mayor. Lo visualizó sonriendo, abrazándolo en señal de agradecimiento. No lo pensó más, en un rincón quedó olvidada la pelota, llevó una silla hacia el lavadero, subió en ella con la prenda en su poder, empozó el agua y le agregó mucho detergente además de lejía. Introdujo la casaca y se puso a refregarla lleno de felicidad.

Los minutos transcurrieron apaciblemente hasta que la puerta del patio emitió el sonido de unos goznes oxidados, era su madre –la misma persona que unos años antes le había dado la vida y sufrido al parirlo- acercándose para ver en qué andaba. Camilo, sonriendo tiernamente volteó expresando con total inocencia: "mira... mami". Ella, al ver el detergente, la lejía y la prenda dentro del agua se llenó de furia, tomó al pequeño por los pelos jalándolo violentamente en sentido contrario del lavadero, estrellándolo contra el piso. Luego lo asió fuertemente de su frágil brazo y empezó a abofetearlo descontroladamente. “¡Muchacho de mierda, ya te he dicho que estés quieto!” “¡No aprendes carajo!” “¡Ahora vas a ver!” “¡Quién te manda a malograr la ropa!”, vociferaba mientras lo golpeaba. El niño desconcertado gritaba de dolor y miedo.

Camilo, en un descuido de su madre logró zafarse del cruel castigo, se echó a correr con dirección al jardín, a ése edén que cobijaba sus aventuras y le brindaba las caricias negadas. Por un instante se detuvo en la escalera de concreto sin dejar de llorar pero la calma estaba a punto de romperse nuevamente. Su madre apareció con una correa (cinturón) de cuero en la mano, el rostro delatando rabia, y una idea fija: corregir la “travesura” de su prole.

¡Ven acá!, le ordenó. “No mamita… por favor no me castigues... ya no lo vuelvo hacer”, suplicaba sin saber la razón de su tormento. Ella empezó a bajar las gradas acercándose lentamente, exigiéndole que no se moviera. “Perdón… mamita perdón”, imploraba mientras retrocedía trastabillando. Ante tal desobediencia su madre agilizó el paso y él nuevamente se echó a correr. Ambos, perseguidor y perseguido, corrían por la escalera con dirección a la fábrica. ¡Pedazo de mierda te he dicho que te detengas!, le ordenaba voz en cuello. Camilo no detenía la velocidad de sus diminutos pies, tampoco cesaba de llorar. “¡Ahora te matoooo... carajo!” “¡Nadie te va a salvar de ésta!”, empezó a amenazarlo. “¡No me matees... mamita!” “¡Yo te quiero con todo mi corazón... por favor mami, no me matees!”, respondía asustado. Por unos segundos, preso del cansancio, se detuvo. Volteó para ver a su madre cuando sintió que un pedazo de madera le impactaba en la nariz, bañándolo en sangre. Reinició su huida considerando que ya no se trataba de esquivar el dolor de una correa sino de salvar la vida. Pero su precoz fortaleza física no podía competir con el de la mujer que lo seguía muy de cerca. Al final fue alcanzado y masacrado a golpes, teniendo como mudos testigo a las plantas y bichos del jardín que cada tarde arropaba la alegría de Camilo.

El dolor que el pequeño bosque sintió por lo que le sucedía a su pequeño hijo fue tan grande que las frutas aun verdes empezaron a desprenderse de las ramas; los árboles y las “lianas” fueron secándose; las flores rojas lloraron el líquido lechoso que solía beber Camilo formando una gran sabana de flores blancas como el alma del inocente niño. Las hormigas interrumpieron la faena diaria, regresando al hormiguero para lamentar lo sucedido; las mariposas dejaron de volar inquietas; las pequeñas aves enmudecieron su canto. Aquel paraíso se había convertido en un averno.

Desnudo, bajo la regadera de la ducha, el pequeño soñador se lavaba el dolor con agua fría evitando tocarse las marcas que el cuero le había dejado como huellas digitales del maltrato infantil. “Yo te quiero pero cuando te portas mal tengo que castigarte”, le argumentaba su madre mientras lo encerraba en su habitación. Sentado en el borde de la cama observó el crucifijo que colgaba sobre su almohada, se bajó del lecho, arrodillado en el suelo juntó las manos, cerró los ojos, inclinó la cabeza y le dio gracias a ése Dios indolente por haberlo salvado de morir.

Al día siguiente se levantó muy temprano y fue hasta la habitación de sus padres, abrazó a su madre diciéndole: "Mami te quiero mucho"; luego abrazó a su padre: "Papi, tu eres mejor que superman", le dijo intentando halagarlo; se despidió con un beso y corrió hasta la terraza para contemplar su inmenso vergel. La candidez de Camilo volvió a llenar de magia y color a aquella naturaleza que el día anterior intentara suicidarse al ver su tragedia.

Con el tiempo, Camilo se alejó de su familia. En la distancia, empezó a perdonar el pasado agradeciéndole a la vida por permitirle vivir tal experiencia y aprender cómo no se debe tratar a un niño.







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