Recordandote



Voy a sentarme frente al mar
para rememorar cada uno de tus besos.

En una hoja voy a escribir
todas las veces que me dijiste... ¡Te quiero!

Prometo no llorar
para que mi corazón navegue en paz
en las aguas del recuerdo.

Tu amor, fue la semilla
que sembraste en los surcos de mi alma,
del que nacieron, para ti,
los más limpios sentimientos.

Un beso marco nuestra despedida.
Un beso marcará nuestro reencuentro.
¡Te extrañé!... será la bienvenida.
¡Te amo!... mi mejor respuesta.



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Un bello sueño

Pintura de Claude Monet


Más de una vez he oído decir que los sueños son la manifestación del subconsciente de todo aquello que durante el o los días la persona vivió, entonces trato de interpretar lo que en estado de reposo mi cerebro escenificó.

Bajo tres frazadas (mantas), cubierto hasta el cuello, con la calefacción encendida, lentamente fui deslizándome por el invisible tobogán en el que te dejas caer sin miedo en las profundidades de ese mundo escondido dentro del inconsciente que unas veces llega a ser un paraíso, otras un aterrador infierno. Una explosión de alegría o una dolorosa depresión que te desbordan los canales lagrimales.

Soñando, me vi en un pequeño departamento de dos habitaciones con paredes blancas. La puerta de ingreso se veía maltratada por el tiempo, llevaba la pintura descascarándose, cayendo al suelo como hojas secas de un árbol olvidado por la primavera. El primer ambiente era una reducida cocina: A la derecha, una ventana con dos puertas corredizas, ambas de vidrio en marcos de aluminio; debajo de esta cristalera el único lavadero pegado a un viejo repostero de madera color marrón. La luz que se colaba por entre los vidrios era intensa, sin llegar a ser cegadora. El escenario añejo se apreciaba como una hermosa pintura.

En la segunda habitación, reposando, estaba ella en una cama con el espacio exacto para dos personas: sabanas blancas y almohadas con fundas también de color blanco. Los rayos del sol pasaban por entre la pequeña ventana muy cerca del tálamo donde su juvenil belleza esperaba me inclinara para entregarle aquel beso que decía era la más valiosa colección que guardaban sus delgados y frágiles labios. Sentía que me amaba. Llevaba el cabello corto, color castaño; las facciones de su rostro: ojos marrones claro, nariz pequeña -estéticamente atractiva-, pómulos menudos. La lozanía de su piel, desnuda de maquillaje, reflejaba una gran hermosura.

Sus veinte abriles saltaban a la vista detrás de aquel diminuto traje de baño amarillo. Aquellos erguidos senos con los pezones apenas cubiertos irradiaban sensualidad. Cada parte de su cuerpo bien distribuida dentro de su metro sesenta y cinco de estatura: la cintura sin un ápice de grasa, la firmeza de sus glúteos, sus dibujadas piernas despertaban excitación. Parecía esculpida por el mas genial de los escultores.

Henchido de emoción, sonriendo con picardía, me acerqué con paso moroso hacia aquella preciosa anatomía de piel blanca tostada por el verano. Ella, me extendió los brazos. Yo, me puse de hinojo frente a ella. Nos abrazamos. Nos besamos: La humedad de sus labios y los míos formaron un único rió caudaloso de pasión. Mi lengua buscaba con desesperada lujuria sentir la de ella, ambas intimaban; nuestras hormonas bullían descontroladamente. Aquella copulación labial nos aisló del mundo. Con los ojos cerrados viajamos a nuestro propio paraíso. Un ósculo nos convirtió en dioses capaces de controlar el tiempo y el espacio. Creadores de una felicidad desconocida por el mundo.

El ímpetu de aquellos besos llenos de fogosidad nos hizo vulnerables a las ordenes excitantes del deseo, desbordándose en ambos el copioso afluente liquido seminal. Sus ojos marrón claro y los míos habían dejado de ser los de una pareja latina, eran dos líneas horizontales de un rostro oriental; ambos sonreíamos. "Te amo", me dijo. Yo guardé silencio, observabandola fijamente, tratando de perpetuar su rostro juvenil en mi memoria. "Te quiero" la escuché decir, solo la abracé. Dejamos transitar unos minutos, luego nos pusimos de pie, nuevamente nos abrazamos. El diminuto bikini amarillo cubriendo su húmedo sexo se unió a mi húmeda sunga. Abrazándola la besé repetidas veces diciéndole: "nunca te olvidaré".

Juntos caminamos hacia una puerta de madera, color marrón, que daba a un pequeño patio compartido con otras viviendas vecinas. El piso de aquel espacio estaba cubierto con el verdor de un bien cuidado gramado. Frente a nuestra casa, en el patio, al aire libre, se alzaba una reducida habitación hecha de piedras con la apariencia de una gruta, dentro de ella estaba la ducha. Ambos nos bañamos, entre bromas y juegos sensuales sentimos nuestros cuerpos rozarse con apetito mutuo. Al término, ella, sonriendo volvió a la casa. Yo, cubriéndome la cintura con una toalla blanca, me quedé sentado sobre el gramado observando el cielo, despejado de nubes, que parecía arder.

Desde el acantilado, en donde se erigía la casa, se podía divisar la amplitud del océano. A la distancia el sol era una gran esfera naranja haciendo el amor con el mar, penetrándola lentamente. El soplo débil de la brisa marina me tocaba las partes desnudas del cuerpo como pañuelo de seda secándome la piel. El frágil sonido de pequeñas olas, hijas de un mar en calma, rompían el silencio de aquel embriagador escenario.

Por espacio de treinta minutos recree la visión con el piélago que tenia frente a mí, después volví a ingresar a la casa. Ella descansaba desnuda bajo la sábana blanca. Desnudo me acosté junto a ella. Estiré el brazo izquierdo para que en él reposara su cabeza. Ella deslizó entre mis piernas su mano izquierda, cobijando en la calidez de su palma mi órgano viril; así se quedo dormida. Besándola en la frente también me dormí, sin llegar a decirle en ningún momento del sueño: "Te amo".

Aunque no logré interpretar el significado de esta historia puedo afirmar que fue un bello sueño.


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Sucedió en la playa de Besique


Cuando era un adolescente me tocó vivir uno de los momentos más bochornosos de mi vida, de ésos que pasado algún tiempo y el peligro lo recuerdas como una anécdota.

El protagonista, en aquél entonces era un joven de apenas quince años: delgado, de mirada seductora, labios sensuales y con una sonrisa pícara (insinuadora), digamos que aceptable a los ojos femeninos, en todo caso así me veía en el espejo o así quería verme. Bueno, aquél "Adonis" está por demás decir que era yo. Lo cierto es que era un joven romántico –hasta ahora lo soy- y vivía enamorado de cuanta niña hermosa se me cruzara por el camino, nunca escatimaba esfuerzos por conseguir robarles unos besos.

Cierto día de verano, el grupo de amigos organizó un paseo a una de las playas cercanas al distrito de Chimbote, en el norte del Perú, llamada "Besique". Todos irían con su pareja, además invitarían a algunas amigas para los que estábamos sólos. Llegado el día nos reunimos en el paradero de los autobuses a la hora acordada, diez de la mañana, en la plaza 28 de Julio (hoy Plaza Miguel Grau). Dentro del vehículo cada uno se acomodó de acuerdo a su conveniencia. Yo le había echado el ojo a una mocita muy guapa. Durante toda la hora que duró el trayecto conversamos, nos reímos y por ahí una que otra tocada de mano. El día era caluroso y pintaba excelente.

La playa de Besique estaba rodeada de una cadena interminable de cerros. A muchos metros del mar se alzaban una hilera de pequeños restaurantes rústicos, administrados en su mayoría por pescadores artesanales. Colindante con el océano se hallaban unos grandes peñascos (cerros de piedra). El lugar era inmenso y alejado de la civilización.

Apenas descendimos de la chatarrita que nos había transportado hasta nuestro paraíso juvenil, empezamos a emparejarnos, lógicamente yo iba con la niña que me había deslumbrado desde un inicio. Entre toda la collera (amigos) elegimos dirigirnos a una pequeña bahía cercana, quince minutos caminando, para lo que se debía cruzar un gran cerro de arena y piedra. Iniciamos la marcha. Unos iban echando relajo, otros demostrando sus dotes de orador – entre ellos éste humilde parroquiano - y los demás jugando a la pega (tocar con la mano a quien se persigue a las carreras), aunque para ser sincero éste jueguito servía para tocarles las nalgas a las muchachitas.

Ya enfrente de aquella encumbrada colina arenosa empezó el ascenso. Los varoncitos sudorosos, agitados pero con la cabeza llena de ilusiones tratábamos de mostrar nuestra mejor sonrisa. Estábamos en la mitad del camino cuando alguien gritó:- ¡Por acá hay un atajo!- Todos nos dirigimos hacia aquel camino que nos ahorraría el desgaste físico. La trocha medía aproximadamente entre cincuenta o sesenta centímetros de ancho, bordeaba todo el cerro y se encontraba a una altura de 30 metros o más desde el nivel del mar. Uno a uno iniciaron el recorrido pegando la espalda al cerro, guardando el equilibrio con gran sangre fría. No había andarivel que nos protegiera del peligro de caer sobre las peñas que azotaban las olas.

Todo estaba "chévere" (bien) hasta que tocó mi turno, al igual que los demás avancé, poco a poco, lentamente, evitando mirar hacia abajo. Llevaba un poco más de la mitad cuando los nervios me traicionaron y sentí como si el cuerpo se me fuera hacia delante, pegué con fuerza la espalda al cerro, por más que intenté avanzar, no pude, mis piernas no obedecían las ordenes de mi cerebro; entré en pánico. Mis amigos al percatarse de mi situación empezaron a alentarme: ¡Vamos, Javier tu puedes! ¡Tranquilo amigo! ¡Avanza de a poquito Javi! Todo fue en vano. Cuando la circunstancia se tornó desesperante fueron en busca de ayuda.

Desde donde me encontraba, envuelto entre el miedo y la vergüenza, la observé, estaba con su carita triste, preocupada, con esos ojitos llorosos... la vi rezar.

Después de un buen rato llegaron los súper héroes, eran pescadores acostumbrados a desafiar el peligro, se armó todo un operativo. Uno se me acercó por el lado derecho y otro por el lado izquierdo, ambos estaban sujetos por cuerdas desde arriba, parecían alpinistas, uno de ellos traía una gruesa madera que luego cruzo fuertemente a la altura de mi pecho, cada uno sujetaba en un extremo. Me ordenaron con voz firme avanzar. Nuevamente me volvió la confianza y avancé lentamente los aproximados siete metros que faltaban para salir de aquella pesadilla. Al final llegaron los aplausos y toda manifestación de alegría de parte de la gran multitud de curiosos que para entonces se habían congregado. Emocionado agradecí a cada uno de éstos valerosos hombres de mar, los mismos que me llevaron hacia un rincón y me dieron una “gran puteada” advirtiéndome que no volviera a intentar nuevamente aquella acción. Calculo que todo duró algo más de dos horas desde el inicio de aquella bochornosa situación hasta el rescate.

Pasado el susto toda la pandilla terminamos el descenso hasta la pequeña bahía. Ya instalados surgieron los comentarios, nos bañamos, nos divertimos hasta que nos dieron las cinco de la tarde, hora de regresar. Todos volvieron a cruzar por el atajo, a mí me tocó subir y bajar aquel gigantesco cerro; ya lo dice aquel refrán: "Mas vale prevenir que lamentar".

Nunca llegué a sentir los labios de la niña que tanto me había ilusionado, solo pude tomarla de la mano durante nuestra estancia frente al mar. Jamás la volví a ver desde aquél día.


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Chimbote: La leyenda del "Ahogado"

Malecón Grau de noche

Crecí como muchos "chibolos" (niños), que vivieron en el malecón de Chimbote, escuchando historias de fantasmas y brujas -algunas veces me las creí-; asustado pasé muchas trasnochadas siempre alerta para salir volado por si algún espectro despistado venía a visitarme. Cuando descubrí que todo era puro cuento, una farsa de los mayores para mantenernos alejados de algunos sitios, empecé a inventar mis propias historias que luego se las relataba a la collera (amigos), llegando incluso a jurar "por diosito" con tal que se tragaran el cuento y esa noche sufrieran de insomnio.

Mi infancia y adolescencia transcurrió viviendo frente al mar, observando a diario: las islas, pelícanos, gaviotas, lanchas, redes, respirando la brisa marina; con el cabello alborotado por el fuerte viento y escuchando conversaciones de pescadores. Una de las leyendas más populares en ese pequeño y hermoso mundo era la del "ahogado", en ella se decía que cuando una persona moría ahogada su alma salía por las noches a vagar por la orilla de la playa en busca de algún incauto. Si escuchabas su lamento muy lejano significaba que se encontraba ya a espalda tuya pero si este mismo lamento se oía cercano aún estabas a tiempo de echarte a correr. Cuando ya no había escapatoria decían que la única forma de hacerle frente era rezar en voz alta, tan fuerte como pudieras, sin acobardarte, y jamás meterte al mar o demostrarle miedo de lo contario empezarías a convulsionar votando espuma por la boca. Los hombres de mar aseguraban haberse topado cara a cara con el mismísimo "ahogado" o visto algún difunto lleno de espuma como perro rabioso tendido en la arena.

Una noche acordamos con los amigos del barrio o la cuadra –según el país- camuflarnos entre las redes que los pescadores dejaban secando a la intemperie -inmensas sabanas de hilo oscuro que cubrían el extenso malecón- para ver al famoso "ahogado". Las horas avanzaban, el miedo crecía pero ahí estábamos agazapados los cazafantasmas infantiles, estoicamente esperando la llegada del espectro. El sepulcral silencio de la bahía era roto cada cierto tiempo por el reventar de las olas bajo un cielo estrellado como testigo. De pronto una voz enfurecida nos hizo saltar el corazón: ¡Javierrrrrr…! ¡Aparece de una vez si no quieres que te encuentre! ¡¿Ya estas aquí?... A la unaaa, a las dosss y a las tresss!... Inmediatamente salí de mi escondrijo playero, era mi madre que me andaba buscando. Así quedó truncada la que pudo ser una de las gloriosas hazañas de mi infancia.

Como buen nacido bajo el signo de leo no me di por vencido, después, en otra noche, amanecí observando el mar desde mi ventana, escondido tras la persiana pero nunca apareció el famoso pariente de "gasparin". Entonces decidí ahogar la leyenda en mi mundo de fantasías. Lo rescatable de esta experiencia de "chiquititu" fue el recuerdo que me quedó de la trasnochada: el canto de las gaviotas por la mañana, el sonido de suaves palmadas marinas reventando en la orilla, un cielo celeste de la mano de un tímido sol, el particular aroma de la brisa que tenía el amanecer al filtrarse por el ventanal de mi sala, y la imaginación singlando frente a las islas.


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