La verdad oculta

Bahia de Chimbote

Un domingo por la mañana, Willy y sus amigos jugaban un partido de fulbito en la arena del malecón chimbotano. Cada uno imaginaba ser el crack del club de sus amores. Él, poseía una rara habilidad: era diestro para escribir pero utilizaba la pierna izquierda para dominar el balón. Soñaba ser, algún día, igual al futbolista peruano Cesar Cueto, "El poeta de la zurda". La pelota iba y venia como las palabras groseras entre los infantes que apenas llevaban una docena de años de vida. Ocho críos, agrupados de a cuatro, se enfrentaban tenazmente en una batalla deportiva en la que se jugaban el honor, los billetes hechos con las envolturas de las cajetillas de cigarros (cada marca tenia un valor diferente), además de las canicas.

Muchos pescadores, sentados al borde del campo imaginario, alimentaban la bravura de los muchachitos con sus aplausos o pifias. Dentro de este conjunto de hombres de mar: ataviados con camisetas viejas y pantalones cortos llenos de escamas, destacaba la presencia de un hombre con porte atlético vestido impecablemente: guayabera blanca, pantalón de color blanco humo, sandalias del mismo color y gafas oscuras; era su padre. Fingió no verlo entre la multitud aunque rebosaba de felicidad, tampoco escuchar a sus amigos que le repetían: “Chochera (amigo) tu viejo”. Transcurridos varios minutos el elegante caballero se retiraba al llamado de su compañera de toda la vida, una hermosa mujer de mediana estatura.

Terminado el juego, los hombres de mar volvieron a sus chalanas, cada uno a sus labores de mantenimiento. Los pequeños futbolistas, extenuados por el fragor del deporte, se sentaron en la arena a recordar sus acrobacias peloteras, sin repartirse premio alguno por haber terminado empatados. “Willy, que chévere tu pá que viene a chinearte (verte)”, le dijo uno de ellos. “Como quisiera que así fuera mi viejo”, le manifestó otro muchachito del grupo. Él sonreía orgulloso. Sus amigos guardaban admiración y respeto por su padre, decían: “El señor todo lo sabe y es amigo de todos”. Terminada la plática se remangaron los pantalones, colgaron las tenis en el hombro y caminaron por la orilla del mar inventando juegos, hasta que una escandalosa voz reclamando a uno de los chiquillos les recordó que era la hora del almuerzo. Se despidieron con la promesa de reencontrarse por la tarde en la esquina del cine.

Al llegar a la puerta de su casa se puso a tocarla como si ésta fuera una tumbadora. “¿Cuál es tu desesperación?”, le reclamó su madre al abrirle. Lo enviaron a tomar una ducha y cambiarse de ropa. Willy, tenía la costumbre de entrar al baño con una radio portátil y sintonizarla a todo volumen mientras le hacia el coro a la canción que brotaba del pequeño aparato todo el tiempo que duraba su higiene corporal.

Su hermana, dos años menor, sentada en uno de los muebles de la sala, observaba los archivos de su padre, leía sin entender los documentos que en cada uno de los folder estaban ordenados. Dentro de todos estos papeles hubo uno que capturó su atención, no podía entender lo que allí se decía, la inocencia propia de su edad era mayor que su capacidad para comprender la importancia de aquel documento que el destino había puesto en sus manos para convertirla en mensajera de una delicada noticia.

Con el cuerpo limpio y la toalla envuelta en la cintura caminaba hacia su habitación. “Willy, ven mira”, escuchó decir a su pequeña pariente desde donde se encontraba. “Espera, me visto y voy”, respondió despreocupado. Ataviado con una camiseta de color rojo, pantalón bermudas de color azul, sandalias negras, y el cabello ensortijado fue al encuentro de su hermana. ¿Qué quieres?- Mira esto, respondió ella señalando con el dedo índice sobre una fotocopia. Él, de pie, tomó entre sus manos el folder donde se encontraba archivado aquel papel y empezó a leer. La niña lo observaba en silencio. Un mutismo absoluto envolvió a los hermanos. De pronto, los ojos del chico feliz se tiñeron del color de la tristeza. Su rostro, se fue desencajando acompañado de un incontrolable temblor en los labios. Avanzaba en la lectura y sentía que una inmensa ola revolcaba su vida hasta terminar por ahogarla. Su corazón se aceleró impresionantemente como queriendo huir de su pecho. Soltó la carpeta con la hoja sobre el sillón y corrió llorando rumbo a su habitación. La verdad oculta acababa de ser descubierta.

Velozmente, la nena, fue hasta la cocina en busca de su madre para contarle que le sucedía a su hermano. Mamá, Willy esta llorando - ¿Por qué? – No sé, estuvo leyendo un papel de la biblioteca – Vamos para que me muestres cuál. Cuando la madre vio lo que su enano había leído sintió venirse todo el universo al suelo. Mandó a su hija a jugar con su hermano menor para distraerla, luego apurada buscó a su esposo. Él, leía una revista internacional en la cama cuando ella ingresó a la alcoba con el rostro evidenciando preocupación. ¿Qué pasa? – Ya se enteró - ¿De qué? – Acaba de leer su partida de nacimiento y esta llorando en su habitación. De un brinco se puso de pie, abrazó a su esposa tratando de calmarla. “¿Qué vamos hacer?”, preguntó la mujer. “Esperemos a que se calme un poco y luego iré a conversar con él”, respondió. “Primero lo haré yo”, propuso ella.

Willy, tumbado en la cama no cesaba de llorar amargamente. Miles de preguntas invadían su atormentado cerebro. En tan solo unos minutos su tierno mundo se había movido bruscamente desatando una terrible catástrofe emocional. Su mamá, nerviosamente tocó la puerta del cuarto. ¿Quién es? – Yo papito - ¿Qué quieres?, respondió lleno de rabia – Tenemos que hablar – No quiero hablar con nadie... ¡Déjenme solo! – Mi amor, no me voy hasta que no charlemos. Desde su lecho miró fijamente la puerta, dudando por un instante, se levantó, con paso pausado se acercó hasta la entrada para permitir el ingreso de su madre. Ella intentó abrazarlo pero él prefirió esquivarla volviendo rápidamente a la cama para continuar con las compuertas de su corazón totalmente abiertas para que su corazón dejara correr su dolor traducido en llanto.

Su madre se sentó al lado suyo y con la mano izquierda empezó a acariciarle el cabello. Willy, lloraba con la cara hundida en la almohada. El sufrimiento que en ese instante sentía el mayor de los niños era algo que sus padres siempre habían evitado. Ella, deseaba poder ocupar el lugar de su hijo con tal de devolverle la alegría y la paz al alma de su inquieto nene. Transcurridos algunos minutos –que se sintieron como eternos- un ahogado “¿Por qué nunca me contaron nada?” se dejó escuchar en aquel espacio. “Mi amor, tu padre y yo solo esperábamos a que crecieras un poco para que pudieras entender”, respondió acongojada. Acaso no estoy bastante grande - Sí, además eres inteligente - ¿Por qué me mintieron? - Nunca te mentimos en nada... tu papá y yo te queremos mucho.

Brevemente la ausencia verbal se apoderó por unos segundos de la recamara, hasta que la matriarca del hogar decidió contarle la verdad: “Tenía dieciséis años cuando conocí al hombre del que me enamoré con toda la ilusión de una niña, pensé que aquella relación seria para siempre. Al poco tiempo quedé embarazada de ti. Tu llegada a este mundo me llenó la vida de felicidad: tu carita colorada como un camaroncito –Willy sonrió entre lagrimas-, tus ojos grandes observaban todo como si buscaran algo que habías olvidado en algún lugar, le sonreías a todos, siempre fuiste un coqueto, cubierto con tu roponcito parecías un muñequito de porcelana. Pero el encanto se rompió a los seis meses de tu nacimiento, el que decía querernos se marchó sin decir nada, un día salió y nunca más regresó. Nos tocó salir adelante solos, tú eras mi fuerza. Luego conocí al que en verdad se ha portado como un padre desde que te conoció”, entre sollozos finalizó la historia. Se acomodó en la cama, abrazó a su hijo y juntos lloraron, unidos como cuando ella era una adolescente y él un bebé.

Luego entró su padre quien por un momento guardo silencio, la madre al verlo se puso de pie ofreciéndole su lugar. Se ubicó muy cerca del pequeño. Willy se sentó y con su carita de pena le preguntó el por qué no le habían cambiado de apellido. “Tu madre y yo muchas veces conversamos del tema y decidimos esperar a que crecieras para que los tres tuviéramos una plática menos dolorosa para ti. No te cambiamos el apellido porque creímos que tenías el derecho de conservarlo, te imaginas si algún día él volvía a tu vida y te enterabas que otro era tu apellido, entonces creerías que siempre quisimos mentirte”, le respondió. “Pero, yo quiero llamarme igual que tu”, refutó. “Hijo, con apellido o sin él eres y siempre serás mi hijo. Yo te quiero tanto como a tus hermanos. Me duele verte triste. Somos tu familia, jamás estarás solo. Tu madre y yo daríamos la vida por ti y por tus hermanos...”, la voz se le quebró, lo cobijó con fuerza entre sus brazos sin poder contener el llanto. ¿Papá los hombres no lloran? También lloramos cuando se quiere como te quiero, respondió.

Pidió quedarse a solas para pensar un poco. Acompañado del silencio de la soledad recordó lo bueno que aquel hombre, al que siempre conoció como papá, había sido con él; las veces que junto a su madre se trasnochó cuando estuvo internado de gravedad en alguna clínica; lo interesante de sus charlas; lo orgulloso que se sentía cuando sus amigos le revelaban la admiración por su padre; pensó en su hermanos; se pregunto de cuanto habría sufrido su madre cuando los abandonaron; al fin comprendía la razón del por qué aquella dama se trasformaba en una fiera indomable cuando alguien osaba tocarlo. Aunque le resultaba difícil beber aquel trago amargo que el destino le servia fue asimilando con admirable serenidad la dura realidad. Abandonó la recamara y se reunió junto a su familia para almorzar en armonía. Comió en silencio, sonreía esporádicamente con las bromas de sus hermanos, y no olvidó de hacer sus travesuras en la mesa (en un descuido cogió parte de la presa del plato de su hermana); terminada su ración pidió permiso a sus padres para ir a la playa, ellos aceptaron.

Caminó hasta el mismo lugar en donde jugara por la mañana junto a sus amigos, se sentó en la arena observando por varios minutos la tranquilidad del mar, sus ojos volvieron a lagrimear, y desde la profundidad de esa neblina con la que la tristeza cubre el alma recordó una frase que en alguna novela escuchara: “Padre no es el que engendra sino aquel que se preocupa de que cada día de tu vida sea el mejor”.

Nuevamente se puso de pie, sin desviar la mirada del mar y de las gaviotas que sobrevolaban sobre las bolicheras en busca de alimento; formó una cruz con los dedos, la beso, luego expresó en voz alta: “Juro por ésta que algún día encontrare al cobarde de mierda que se burlo de mi madre”.

Poco antes de regresar a casa elevó la mirada al cielo y dio gracias a Dios por darle el nuevo padre que tenía, el amor de su madre, y los hermanos que formaban su familia.

El tiempo se encargó que Willy cumpliera aquel juramento escribiendo un nuevo capitulo en su existencia. Convencido que en la vida el destino mueve sabiamente sus fichas continúo alimentando el amor por sus padres.


Tu opinión es importante.