Los amigos... ¿Dónde están?


Frente a mí está la mampara que colinda con una pequeña terraza. En su amplio vidrio veo reflejada la imagen de un tipo que no reconozco: tiene en el rostro la expresión de un hombre abatido, fatigado, preocupado; lleva el cabello crecido, varios kilos menos, el bello facial sin rasurar, y en su mirada ni un ápice de alegría. Aquél y yo, por un instante nos observamos fijamente. Quizás, extrañado se preguntará sin quitarme el ojo: ¿Cuándo cambié? Yo, después de escanearlo con la mirada me pregunto: ¿Qué pasó? Al Javier que me muestra el cristal nunca lo conocí, no es el mismo que otrora viera cada mañana en el espejo de la sala: sonriendo, bailando, rebosando de buena vibra en los minutos previos para salir rumbo al trabajo.

La mala hora viene cubriendo mis días desde hace bastante tiempo pero siempre me ha encontrado de pie listo para hacerle frente. De alguna manera he sabido vencer los problemas que genera el desempleo, con dignidad, respeto y honradez. Pero el hambre va dejando de ser una hiena merodeando a su presa… ya mordió, haciéndome sentir la furia de sus fauces.

Hoy es cuando más necesito de los amigos y no los veo, ¿Será que no los tengo? Quizás se ocultan a la espera que la tormenta que zarandea con furia mi estado anímico se marche para reaparecer invitándome nuevamente a brindar por algún motivo absurdo. Mi voz suena cansada de tanto llamarlos pidiéndoles ayuda. Llevo adolorida la mano de tantas puertas que he tocado, y el corazón abatido por las respuestas negativas que han golpeado a mis oídos. A veces siento que me ahogo en este mar bravío en el que se han convertido mis días.

Hay momentos en los que me digo: “Que bueno es ser agnóstico porque así no puedo culpar a nadie de lo que estoy viviendo, a no ser que sea a mí mismo”. También pienso que si en verdad existiera alguien supremo sería injusto que perdiera el tiempo preocupándose por mi situación cuando en el mundo hay niños con un dolor más grande y que realmente necesitan de su misericordia. Pero lamentablemente ellos y yo estamos abandonados a nuestra suerte: ellos creyendo en él, y yo dudando de su existencia.

De tanto pensar en como salir de este hoyo sin fin en el que voy cayendo me he dado cuenta que hay momentos bellos que estoy descuidando, como por ejemplo: observar el hermoso espectáculo que me obsequia la naturaleza dejando caer la lluvia durante todo el día.

Replegado en mi habitación, sentado en el mueble rojo, pensaba como un estratega qué acciones tomar para ganar la batalla que voy librando. Escuchaba el crepitar de las gotas sobre la calamina de plástico que protege la lavadora en el patio, cuando el ruido de una motocicleta se oyó aproximarse a mi dirección, y luego que alguien manipulaba el buzón de las correspondencias. Me acerqué a observar por la mampara y vi que era el cartero. Al alejarse salí a revisar que me había dejado: el recibo de uno de los servicios (gas, agua, luz…) que no podré cancelar.

Me disponía a ingresar a casa y fue el sonido del agua precipitándose sobre las hojas de los árboles con el olor de la tierra mojada lo que capturó mi atención después de mucho tiempo, aunque la lluvia también había nublado la mañana del día anterior. Ahí, apoyado en el marco de la puerta me estuve largamente apreciando el mágico escenario que me perdía por andar concentrado en la búsqueda de soluciones para mis problemas.

Curiosamente, el mes pasado, quien menos pensaba que me brindaría esa mano amiga tan urgente se hizo presente, una persona con quien no mantenía una comunicación fluida, amistad a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Ella no dudo en solidarizarse conmigo, no solo en palabras sino con hechos concretos, realizándome un préstamo dentro de sus posibilidades. Pero aquellos que se enjuagan la boca continuamente con mi nombre llamándome “amigo”… ¿Dónde están?

Una de las tantas lecciones que me va dejando el agobiante momento que vivo es darme cuenta de la gran diferencia que existe entre un seudo amigo y un amigo de verdad. El primero suele mostrarse “atento”, diciendo que comprende tu situación pero cuando te despides éste se olvida de tu desesperación al cerrar su puerta. El amigo no solo te escucha sino que se involucra con tu problema y procura ayudarte a encontrar una solución.

En estos días recordando la cantidad de extranjeros que en su momento ayudé económica o laboralmente durante mí larga permanencia en este país -muchos de los cuales ya no habitan en esta isla y otros desaparecieron sin dejar rastro- me sentí feliz porque pensé que esa era una de las misiones que la vida me tenía reservada. ¿Ahora que los necesitas dónde están?, me preguntaron. Mi respuesta fue simple: “Cuando se brinda la mano se hace sin pensar que algún día te será retribuido, se da desinteresadamente, por eso hoy me siento orgulloso de mí”.

A pesar de no ver la luz al final del túnel oscuro por el que voy transitando tengo la confianza que pronto superaré este mal momento y que más temprano que tarde toda esta situación sólo será un buen recuerdo. Sí: ¡Un buen recuerdo! Porque lo que hoy me está sucediendo alimentará positivamente mi amplia maleta de experiencias.

En la vida he aprendido a no evocar el pasado para sufrir sino para rescatar los buenos momentos y encontrar las soluciones para los problemas ya vividos, sin llorar ni lamentarme. Siempre he sido un ganador y esta vez no será diferente.


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Japón: Conviviendo con el miedo

Malecón de Kamezaki

Después de aquel once de marzo nada volvió a ser igual en este archipiélago asiático. La naturaleza escribió una de las páginas más tristes en la historia del pueblo japonés. La furia marina enlutó a cientos de familias, y el terremoto de 9.0 en la escala de Richter nos dejó la sombra de una posible tragedia radiactiva, al verse afectada gravemente la central nuclear de Fukushima.

El sábado que pasó, en horas de la tarde, fui al malecón de Kamezaki y me quedé observando largamente lo inofensiva que se veía la mar, quizás con la misma admiración enamorada de quienes hoy no habitan en este mundo por culpa de la bella asesina que me lleva cautivado con su magia. Jamás escuché cantos de sirenas pero sí pude oír en sus débiles olas la sinfonía de un réquiem.

El hombre y la mar, frente a frente, imaginariamente intentando dialogar en armonía como tantas veces lo hicieran en Chimbote. Caminé sobre la arena hasta llegar a ella. Sumergí mis manos en la agüita salada y sentí en el frío de sus entrañas las palmas de muchas vidas tocándome los dedos. Fueron 27,200 personas –muertos y desaparecidos- que partieron involuntariamente cuando el Sakura (flor del cerezo) empezaba a florecer. Miles de vidas que ya no estarán frente al inmenso océano cumpliendo la tradición de esperar la puesta de sol el primer día de cada nuevo año.

Por las calles de Miyagi, Iwate y Fukushima hoy solo transita el silencio. Ciudades costeras donde el hedor de la muerte brota desde los escombros que dejó el asesino samurai acuático. La furia de la madre naturaleza nos dejó por herencia una alarma nuclear. Shinigami (Dios de la muerte) aun sigue rondando pacientemente, esperando que se cometa algún error y así poder cobrar más víctimas. El pánico por la radioactividad mantiene en sobresalto a toda una nación que no tiene más que confiar en los "Héroes de Fukushima".

Por unas horas recorrí todo el malecón observando cómo el nivel del mar había descendido aproximadamente un metro de su altura normal. A lo lejos un bulldozer realizaba obras de prevención en el litoral. Las gaviotas volaban indiferentes a la preocupación humana. De vez en vez en el piélago se alcanzaba a divisar a un patillo sumergirse en busca de peces para alimentarse. El día empezaba a agonizar, el sol morosamente iba despidiéndose. El viento frío y frágil anunciaba la pronta llegada de la noche.

De regreso a casa hice un alto en el centro comercial. Tomando una cesta de plástico de la ordenada pila, vecina a la puerta automática, fui en busca de unas bolsas de pan y menuda sorpresa me llevé al ver las góndolas vacías. Presuroso me dirigí a la sección de las bebidas, guardando la esperanza de encontrar algunas botellas de agua pero el deseo se ahogó frente a un panorama desolador. Preocupado guié mis pasos al lugar de los cups ramen (sopas instantáneas), la escena volvía a repetirse: solo la nada gobernaba los aparadores. Horas antes una abultada cantidad de ciudadanos japoneses habían arrasado con todos los suministros básicos. Apenas pude comprar dos cajas de leche –cada una de un litro- y una caja de galletas.

Una vez en casa encendí el televisor, los noticieros informaban el peligro latente de una posible explosión del núcleo en los reactores de la central termonuclear Fukushima Daiichi. Nervioso dejé reposar mi cuerpo en el mueble rojo de mi habitación intentando asimilar la magnitud del problema con una falsa calma pensando en la reacción de mi familia al enterarse de la fuga radioactiva. La úlcera, que dejé sin tratamiento médico por falta de dinero, me recordó de su existencia con pequeños dolores en el vientre. Empecé a elaborar respuestas convincentes para las preguntas de mis seres queridos que no tardaron en llegar através del hilo telefónico.

La semana siguiente leyendo los portales de los diarios españoles, colombianos y mexicanos me enteré que sus gobiernos, al igual que Francia y Alemania, enviaban aviones para socorrer a sus compatriotas pero Perú, la república de la economía floreciente, tardaba la ayuda para sus paisanos. Días después unos japoneses me preguntaron por qué no regresaba a mi país, les respondí: "Si no tengo dinero para comer menos voy a tener para un pasaje". Sin hacer el menor comentario se retiraron dejándome solo. Si antes la plaza laboral ya estaba bastante difícil a raíz de la crisis económica mundial, con lo acontecido el 11 de marzo se puso peor, ensombreciendo la futura subsistencia de la bolsa laboral extranjera, y sumado a todo esto el comprensible temor por la contaminación radioactiva.

Cada viernes, a la misma hora que el terremoto y el tsunami sembraron la muerte en esta isla, junto al pueblo japonés guardo un minuto de silencio en memoria de los ausentes.

Buscando trabajo, conviviendo con el miedo y la esperanza de pronto poder marcharme continuaré escribiendo en este blog hasta el día que me cancelen la conexión a Internet. Luego procuraré hacerlo desde la casa de alguna amistad que generosamente me permita utilizar su ordenador.

"Mientras tenga vida, fuerzas y esperanza las cosas pueden mejorar".



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Terremoto y tsunami en Japón


MIERCOLES 9 DE MARZO.

Afuera, el viento soplaba con inusual fuerza. El clima frío se había marchado para dar paso al calor de un tímido sol en la prefectura de Aichi Ken. El reloj marcaba las 12:20 PM. Cómodamente sentado en el mueble rojo de mi habitación observaba la transmisión en vivo –vía Internet- de un noticiero peruano. De pronto la guapa conductora hizo un alto a las noticias locales para lanzar un flash: "Un sismo de 7,2 grados de magnitud en la escala de Richter acaba de registrarse al noreste de Tokio, en Japón". Conecté el televisor y solo un canal de señal abierta informaba lo que acababa de acontecer. La primera alerta amarilla por un posible tsunami en la costa pacífica se encendió en la pantalla anunciando a los moradores cercanos al mar que debían de tomar las precauciones necesarias, tantas veces entrenadas en los innumerables simulacros, para estas eventualidades naturales.

JUEVES 10 DE MARZO.

Navegaba plácidamente en el mar de mi inconciencia. Las primeras horas del nuevo día avanzaban a paso lento dejando atrás la madrugada. Mi cuerpo envuelto entre mantas, abandonado por mi alma que paseaba por aquel mundo espiritual del cual tengo tanta curiosidad, despertó sobresaltado por el ruido inoportuno del teléfono. Era la familia que empezaba a llamarme preocupada por las primeras noticias que se empezaban a difundir al otro lado del mundo. Borracho de sueño, arrastrando las palabras intenté transmitir tranquilidad: "Estoy bien... no se preocupen... a mi no me va a pasar nada porque hierva mala nunca muere aunque la orinen los perros".

Pensé que el día transcurriría sin más novedad que el movimiento telúrico de la fecha anterior. Volví a mi preocupación diaria de cómo conseguir dinero para pagar el departamento y poder comprar alimentos. Por la tarde frité una pechuga de pollo fileteada en dos que acompañé con una porción de arroz y ensalada de tomate. Cuando la oscuridad empezaba a cubrir el cielo japonés fui a una entrevista de trabajo: conversé con el contratista, bromeamos, recordamos tiempos pasados en el que trabajamos juntos, ambos mostramos una alegría hipócrita por el reencuentro pero al final no me empleó. Una vez más con el ánimo derrotado regresé a casa buscando refugio en la lectura de uno de los libros del gran Gabriel García Márquez.

VIERNES 11 DE MARZO.

Por la mañana me dediqué a lavar la ropa aprovechando el desacostumbrado clima primaveral, y ordené un poco la casa. Luego activé el ordenador y entré al Messenger para charlar con mi pareja que por estas fechas se encuentra trabajando fuera del país. Ese día, dentro de la variedad de temas que platicamos casualmente recordamos el trágico terremoto de Kobe. Nos despedimos amorosamente con la promesa de volver a conectarnos al día siguiente para continuar nuestros interminables diálogos –si algo disfruto bastante es conversar-. Terminado nuestro encuentro fui al cuarto de baño para llenar de agua el ofuro (tina de baño) y programé el calentador para treinta minutos. Mientras el líquido elemento tomaba punto me entretenía arreglando la habitación escuchando los éxitos pasados del cantante español Braulio.

2:30 PM.
Sobre la cama coloqué toda la ropa limpia que me pondría después de mi higiene corporal. Me desnudé, realicé unos segundos de calistenia, y luego entré a bañarme. El cantautor de las Islas Canarias se hacía oír desde mi cuarto mientras le hacía el coro con el cabello lleno de shampoo y el cuerpo untado de jabón. Los minutos trascurrían apaciblemente y mi voz se imponía en el vacío de aquella habitación.

2:46 PM.
Era la segunda vez que me lavaba la cabeza con shampoo, tenía los ojos cerrados, momentáneamente estaba inmerso en aquella oscuridad voluntaria cubierto de espuma. Por un instante, mientras el agua terminaba de enjuagarme el cabello creí sentir un pequeño mareo. Apoyé el cuerpo en la pared pensando que estaba pronto a desmayarme. Abrí los ojos y una vez más perdí el equilibrio, esta vez me sujete de la puerta. Por una fracción de segundos me desconcerté, luego instintivamente observé el agua depositada en el ofuro y vi oscilarse como la mar cuando esta brava. "¡Mierda... temblor!", me dije. Abrí la puerta pensando en salir pero al ver la lámpara, que cuelga en el techo de la recamara contigua, balancearse como un péndulo desistí de la idea. "Puta madre, ya me jodi", expresé a la vez que decidía no moverme de donde estaba hasta que todo pasara. "Si no me mata el temblor, me mata una pulmonía si salgo así desnudo", reflexioné y al cabo de unos minutos continué bañándome.

3:05 PM.
Rápidamente entré desnudo a mi cuarto, encendí el televisor y lo que vi me dejó pasmado, frío y con un gran nudo en la garganta. Todas las televisoras transmitían en vivo las imágenes dantescas del tsunami que avanzaba arrastrando años de trabajo, ilusiones, y lo más importante vidas humanas. Ese mar del que vivo enamorado, que me lleva tragado con su mágica belleza estaba convertido en una indomable fiera que cobraba venganza por la irresponsabilidad del hombre que se empecina en dañar el ecosistema.

Las casas eran arrastradas como si fueran de cartón, los barcos parecían juguetes infantiles y los autos dados arrojados sobre el líquido manto de la muerte. En mi retina quedó grabada la desesperación de una veintena de automovilistas que en su intento por huir generaron una tremenda congestión vehicular, trampa que los inmovilizó para terminar siendo devorados por las impresionantes olas de diez metros de altura.

Japón acababa de ser sacudido por un terremoto de magnitud 9.0 grados Richter, el mayor desde 1,923. El epicentro del terremoto se ubicó en el mar, frente a la costa de Honshu, 130 Km. al este de Sendai, en la prefectura de Miyagi. Las cifras oficiales de muertos, en su gran mayoría por el tsunami, ascienden hasta la fecha a 3,771. El número total de desaparecidos totaliza hasta el momento 8.181.

Como consecuencia del embate natural se ha tenido que declarar en emergencia nuclear a todo el país debido al accidente en una central nuclear en la prefectura de Fukushima (al norte de la isla).

La isla continúa temblando, los rescatistas prosiguen con la búsqueda de sobrevivientes, pero en el corazón de todos quienes salimos ilesos de este trágico momento quedó inmortalizada una lección que el mundo debe aprender: la cultura de la prevención.

La Agencia Metereólogica de Japón acaba de alertar a la población sobre un 70% de posibilidades que en las próximas 72 horas se registre un gran sismo en la tierra del sol naciente que día a día agoniza un poco más.


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Historia de un mismo amor


Será de mañana cuando me vaya.
Mi alma volara por sobre el mar.
Lloraras mi ausencia.
Sonreirás agradecida por el pasado cuando me recuerdes.
Observaras la luna dibujando en ella mi rostro.
Volveré de donde esté para acostarme a un ladito de tu corazón.

Tus labios besaran otros labios.
Tus manos acariciaran otro cuerpo.
Mi imagen será cada día más lejana de tú memoria.
En la repisa, mi foto ya no estará junto a la tuya.
Una nueva canción reemplazará a la que fue nuestra.
Te arreglaras apuradita para asistir a una nueva cita.

Otro techo cobijara tú alegría.
En la mesa otro rostro corresponderá tú sonrisa.
Serán pajarillos divirtiéndose en primavera.
Tú vientre dará espacio a una vida nueva.
El día especial llegará, al nacer volverán a jurarse amor eterno.
Los años se irán como un soplo.

El tiempo blanqueara tú cabello.
Mi nombre será el imperceptible tañido de un lejano campanario.
Mis cenizas navegaran en el mar.
Tú cuerpo descansará en algún campo santo.
Ellos llorarán tú partida repitiendo:
"Nacimos para morir y moriremos para volver a estar juntos".

Ellos y yo tendremos en común haberte amado por igual.
Ellos tendrán la esperanza de volverte a reencontrar en la otra vida.
Ellos conservaran tú foto en un lugar especial dentro de casa.
Yo te veré llegar a mi mundo.
Yo te veré esperar la llegada de ellos.
Yo seré feliz observándote, aferrado a mis recuerdos.

Ellos, tú y yo seremos parte en la historia de un mismo amor.




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El mayor de los halagos


Al llegar a Chimbote lo primero que mis padres hicieron fue buscar un buen colegio para que sus hijos tuvieran la mejor educación de la ciudad. A mi hermano menor y a mí nos tocó formarnos en un colegio solo para varones, dirigido por sacerdotes de una congregación italiana. A mi hermana la ubicaron en un centro educativo administrado por religiosas, exclusivo para mujeres. Hoy, los tres hermanos estamos felices y agradecidos con nuestros padres por el gran acierto de elegir la escuela que nos albergó en sus aulas por muchos años, orgullosos de ser sus exalumnos.

Fue en esta etapa de colegial que sucedió algo que nunca olvidé porque se convirtió en uno de los recuerdos infantiles más importante de mi vida.

Por las mañanas, los alumnos llegaban al colegio puntual a la hora de ingreso. A diario se escuchaba por los parlantes la voz de mando del regente –un ex policía- exigiendo a la formación: orden y disciplina en el patio principal. Terminada la ceremonia matinal el alumnado ingresaba a sus aulas, todos excepto yo que como cada día salía temprano de casa pero llegaba tarde –siempre encontraba un motivo para entretenerme en el camino-. A los "tardones" nos tocaba esperar en la calle hasta que volvieran a abrir la puerta para poder ingresar. Entregábamos nuestra libreta de control y nos anotaban el numero dos que significaba tardanza, la idea era que cuando nuestros padres lo vieran nos aplicaran un castigo ejemplar, algo que mi viejita linda cumplía con estricta obediencia. Una vez que nos apuntaban el número fatal con bolígrafo rojo el regente nos estampaba un golpe con la regla de metal que nunca olvidaba, su zona preferida era la espalda o las piernas. Con el tiempo a este buen hombre, que solo cumplía su trabajo, le cogimos un gran cariño porque pasado ese momento era un gran amigo.

Fue en una de esas mañanas que a toda prisa subí al salón –era la primera aula en el segundo piso-, toqué la puerta con cierto temor. La figura de un joven de baja estatura apareció en la entrada, nos saludamos, y éste con el rostro adusto me invitó a pasar. Mientras ubicaba mi carpeta los compañeros de clase bromeaban a mi paso. Era el profesor de literatura quien en ese momento dictaba su clase. La mayoría prestaba atención a las explicaciones del educador pero un grupo, más relajado, nos entreteníamos en otras cosas. Minutos antes de finalizar su hora, el "profe" nos dejó como tarea escribir un cuento para la siguiente fecha: tema libre.

Las horas pasaron lentamente hasta que el timbre sonó estruendosamente anunciando la salida. El inmenso portón del patio central se abrió de par en par y el alumnado, como reos que ven la oportunidad para fugarse, salió a todo tropel. Ya en la calle formábamos grupos para acompañarnos buena parte del camino de regreso a casa.

En mi habitación tenía un pupitre de madera –regalo de mis padres, imagino que ilusionados lo compraron para darle comodidad al futuro profesional- que ocupaba generalmente después de las cinco de la tarde para realizar los trabajos que nos dejaban en el colegio. Ese día, cogí mi cuaderno de apuntes, empuñé el lápiz como un pintor a su pincel para dar los primeros trazos en su lienzo. Eché a volar la imaginación, la sola idea de redactar un cuento de mi autoría me emocionaba, por primera vez sentía que haría algo que me agradaba. Pensé en el mar, en las plantaciones cerca de la ciudad, en el cementerio… pero nada fluyo.

Al día siguiente por fin pude pescar una historia: escribí, borré, corregí cada renglón; era un loquito concentrado. Mis padres se asombraban de verme pegado a mis papeles. Cuando faltaba poco para terminar el texto volví a releer lo avanzado y descubrí que no me gustaba, que tenía muchos errores. Estallé en cólera y empecé a romper todas las hojas. Con el rostro lleno de rabia fui donde mi padre para pedirle permiso e ir a caminar por el malecón. Él, que me conocía bien, intuyó que algo malo me estaba sucediendo y en mi ausencia se dirigió a mí cuarto. Lleno de curiosidad ingresó a la recamara, grande fue su sorpresa al ver muchas hojas rotas esparcidas por el piso. De regreso a casa me preguntó el por qué había destrozado mi trabajo, le respondí: “Porque todo estaba mal”. Intentó animarme citándome muchos ejemplos de grandes hombres que en un principio se equivocaron pero que al final llegaron a ocupar un lugar en la historia. Me pidió que fuera perseverante y que controlara mis impulsos. Mi madre criticó la reacción descontrolada pero me inyectó confianza diciéndome que estaba segura que al final escribiría algo bonito.

Como todos los días salí del colegio junto a los amigos pero en aquella oportunidad solo los acompañe unas cuadras porque luego me separé del grupo para dirigirme a la plaza de armas. Tomé asiento en una de las bancas y empecé a observar el cielo: con las nubes formaba rostros humanos, animales, paisajes, naves, todo lo que a mi imaginación se le antojara. Luego, seguí con la mirada a un grupo de niños que lustraban zapatos: descalzos y vestidos con ropa tremendamente desgastada por el uso y el tiempo. Mis cortos once años no fueron impedimento para sentir un nudo en la garganta, y pensar que uno de ellos podía ser yo. “Pareciera que esos niños vivieran en otro mundo”, me dije mentalmente.

Por la noche les conté a mis padres lo que había visto y sentido pero mientras reflexionábamos sobre el tema en mi cabeza empezó a recrearse toda la historia de un niño. Fui a mí recamara, me senté en el escritorio, cogí papel y lápiz y la imaginación empezó a dictarme lo que sería la historia del cuento escolar: "De noche, un niño que caminaba descalzo por la plaza de armas, vestido con harapos –pobre en dinero pero rico en sentimientos-, vio una luz caer en el mar. Corrió hasta la playa y encontró a un hombrecillo tirado en la arena. Se acerco con temor, al verlo herido le ayudó a recuperarse. Superada la desconfianza entre ambos lo llevó a su humilde casa: echa de cartones, plásticos, carrizos y listones de madera; ubicada en un cerro a las afueras de la ciudad. Su padre, un técnico electrónico, dirigido por el visitante construyó un aparato transmisor con el que pudieron establecer comunicación con una nave nodriza para que lo recogieran. El tiempo que duró la convivencia entre los personajes compartieron enseñanzas que con los años ayudó al papá del niño a ser un gran inventor sacándolo de la pobreza, y el nuevo amigo se llevó al espacio una lección de amor y amistad". (Lógicamente, he resumido tremendamente el cuento que además venía acompañado de dibujos).

Llegado el día de la presentación de los trabajos entregué henchido de orgullo mi cuento. Esperaba con ansias la llegada de la nueva clase para que se nos dieran las calificaciones. Tanta era mi emoción que la fecha siguiente llegué temprano a clase. El maestro ingresó con todos los textos, los colocó sobre el escritorio, tomó asiento y comenzó a llamar alumno por alumno. Cuando llegó mi turno salté del pupitre escolar como un resorte, me acerqué y recibí la carpeta que guardaba mi inspiración. Al ver la calificación que se me había otorgado me desarmé completamente, sentí coraje, ganas de golpearlo, de escupirle y de llorar. Para el profesor mi cuento valía “00”. Con la voz quebrada le pregunté por qué me había colocado dos grandes ceros, me respondió que lo mío era una copia, que era imposible que hubiera podido escribir algo así. Por más que alegué no me prestó atención.

Recién en casa me puse a llorar de impotencia. Le mostré a mi padre mi trabajo con la injusta calificación, éste se olvidó de la "santa paciencia" y empezó a insultarlo. Mi madre, me abrazó repitiendo que se sentía orgullosa, que a ella no le importaba esos dos ceros porque ambos eran testigos de mi esfuerzo. A la siguiente clase mi papá me acompañó a la escuela, esperó al enano mental y cuando lo vio llegar lo enfrentó lleno de rabia, exigiéndole enérgicamente que se retractara. El aula entera era testigo de la cara de susto del “profe”, mientras tanto yo estaba lleno de orgullo parado al lado de mi héroe. Ante el escándalo que se había armado apareció el director intentando calmar la situación, luego los tres se fueron a la dirección.

Aproximadamente, después de treinticinco minutos fui llamado a reunirme con ellos. Allí el pedagogo se disculpó por la injusticia cometida, y con la presencia de la máxima autoridad escolar se me otorgó el puntaje más alto.

Superado el amargo incidente pensé: "Si un maestro que ha estudiado tantos años en la universidad creyó que mi cuento era una copia entonces significa que mi trabajo estuvo excelente por lo tanto soy bueno".

Lo que fuera una ofensa a mi creatividad infantil término convirtiéndose en el mayor de los halagos para mi corta edad.

Pasaron los años y vino la película "E.T., el extraterrestre" y el gran parecido entre el guión del film con lo que escribí de niño hizo que me sintiera aún más orgulloso cuando ya era un jovencito universitario.



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El Amor

Parque del Amor en el distrito de Miraflores

Cuando observando el mar tu suspiro se va tomado de la mano con la brisa marina, y el sol se convierte en la imagen de una persona en especial, es cuando toca reconocer que estás dentro de los dominios del amor y que tu camino desde aquel momento empieza a depender de él. Son éstas cuatro letras las que convierten al "idiota en ladino, y al ladino en idiota". Alguna vez me dijeron que el amor no da de comer pero "sí te alimenta el alma y llena de motivación tus días para conseguir lo que necesitas", respondí. El amor es la mejor vitamina del ser humano.

El amor es mágico: te cautiva, te hace volar, te ilumina la vida, te cambia los días; te ayuda a reconocer algo nuevo en lo mismo que hasta ayer solo era monotonía. También el amor es dolor, lágrimas, días grises, confusión. Es un revoltijo de sentimientos encontrados, tan bellos y enigmáticos como las entrañas de la inmensidad oceánica.

Por amor muchos se convierten en héroes: lo arriesgan todo, y si pierden no se detienen para lamentarse, siguen adelante estoicamente. A otros los deja como despreciables lacras, basura hedionda, absolutos cobardes por enamorarse de otra vida y abandonar a quien esta a su lado. Los inquisidores ojos de la sociedad siempre suelen tener un cartelito listo para colgárselo.

En el complejo mundo del amor nadie tiene la verdad absoluta: todos tienen la razón, y todos a su vez están equivocados. Por él las neuronas se te pueden desquiciar; soplarte al oído que ya es hora de partir, de adelantar la despedida. También se convierte en esa voz divina que te resucita como a Lázaro; te despeja la mente de aquellos nubarrones que empañan tu sendero hacia la felicidad.

"Cada persona que habitó en mi vida, ahora reconozco, solo fue una pequeña velita misionera alumbrándome una parte del corazón, porque cuando tú llegaste me iluminaste hasta el alma", le repito a mi pareja. Pero en el pasado –antes de conocerla- también llegué a sentir el duro golpe que este sentimiento suele dar, llegando a decir a la mujer de entonces: "Amarte tanto fue mi peor error, porque de tanto sentirte amada se te olvidó amarme". Un día puede ser el más letal de los venenos, y al día siguiente el más estupendo de los vinos; así es el amor.

A veces pienso que el amor es un idioma complejo de entender y que solo se le sobreentiende, una palabra cuyo significado real es difícil de encontrar. Enarbolándolo como única bandera se unen personas del mismo sexo –aunque esto lo vean mal ciertos tramitadores del omnipotente-, algunas se enamoran de otras ya en matrimonio, otras se saltan la abismal diferencia de edad. El amor es un antiguo jeroglífico complejo de descifrar con certeza.

Si habita en el corazón, el cerebro o en el alma ya que importa; el amor es como un Dios: no puedes tocarlo más sí sentirlo muy dentro de ti. Por eso creo que es mejor sentarse tranquilo en éste coche que él conduce, y otear desde la ventana el horizonte incierto, confiando que al final terminará llevándonos hacia la felicidad, aunque la felicidad duela encontrarla.

Para ella, en este mes del amor y la amistad: "¡Tú eres el amor!... Si no existieras no podría inventarte porque significa que estaría muerto".


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El mar en mi vida

Frente al mar a las 6 am.

- ¿Javier, para ti qué es el mar?

- "El mar es un inmenso écran (pantalla) en donde puedo reencontrarme con mi pasado, reflexionar el presente, y convencerme que allí esta mi futuro... El mar lo es todo", respondí.



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La verdad oculta

Bahia de Chimbote

Un domingo por la mañana, Willy y sus amigos jugaban un partido de fulbito en la arena del malecón chimbotano. Cada uno imaginaba ser el crack del club de sus amores. Él, poseía una rara habilidad: era diestro para escribir pero utilizaba la pierna izquierda para dominar el balón. Soñaba ser, algún día, igual al futbolista peruano Cesar Cueto, "El poeta de la zurda". La pelota iba y venia como las palabras groseras entre los infantes que apenas llevaban una docena de años de vida. Ocho críos, agrupados de a cuatro, se enfrentaban tenazmente en una batalla deportiva en la que se jugaban el honor, los billetes hechos con las envolturas de las cajetillas de cigarros (cada marca tenia un valor diferente), además de las canicas.

Muchos pescadores, sentados al borde del campo imaginario, alimentaban la bravura de los muchachitos con sus aplausos o pifias. Dentro de este conjunto de hombres de mar: ataviados con camisetas viejas y pantalones cortos llenos de escamas, destacaba la presencia de un hombre con porte atlético vestido impecablemente: guayabera blanca, pantalón de color blanco humo, sandalias del mismo color y gafas oscuras; era su padre. Fingió no verlo entre la multitud aunque rebosaba de felicidad, tampoco escuchar a sus amigos que le repetían: “Chochera (amigo) tu viejo”. Transcurridos varios minutos el elegante caballero se retiraba al llamado de su compañera de toda la vida, una hermosa mujer de mediana estatura.

Terminado el juego, los hombres de mar volvieron a sus chalanas, cada uno a sus labores de mantenimiento. Los pequeños futbolistas, extenuados por el fragor del deporte, se sentaron en la arena a recordar sus acrobacias peloteras, sin repartirse premio alguno por haber terminado empatados. “Willy, que chévere tu pá que viene a chinearte (verte)”, le dijo uno de ellos. “Como quisiera que así fuera mi viejo”, le manifestó otro muchachito del grupo. Él sonreía orgulloso. Sus amigos guardaban admiración y respeto por su padre, decían: “El señor todo lo sabe y es amigo de todos”. Terminada la plática se remangaron los pantalones, colgaron las tenis en el hombro y caminaron por la orilla del mar inventando juegos, hasta que una escandalosa voz reclamando a uno de los chiquillos les recordó que era la hora del almuerzo. Se despidieron con la promesa de reencontrarse por la tarde en la esquina del cine.

Al llegar a la puerta de su casa se puso a tocarla como si ésta fuera una tumbadora. “¿Cuál es tu desesperación?”, le reclamó su madre al abrirle. Lo enviaron a tomar una ducha y cambiarse de ropa. Willy, tenía la costumbre de entrar al baño con una radio portátil y sintonizarla a todo volumen mientras le hacia el coro a la canción que brotaba del pequeño aparato todo el tiempo que duraba su higiene corporal.

Su hermana, dos años menor, sentada en uno de los muebles de la sala, observaba los archivos de su padre, leía sin entender los documentos que en cada uno de los folder estaban ordenados. Dentro de todos estos papeles hubo uno que capturó su atención, no podía entender lo que allí se decía, la inocencia propia de su edad era mayor que su capacidad para comprender la importancia de aquel documento que el destino había puesto en sus manos para convertirla en mensajera de una delicada noticia.

Con el cuerpo limpio y la toalla envuelta en la cintura caminaba hacia su habitación. “Willy, ven mira”, escuchó decir a su pequeña pariente desde donde se encontraba. “Espera, me visto y voy”, respondió despreocupado. Ataviado con una camiseta de color rojo, pantalón bermudas de color azul, sandalias negras, y el cabello ensortijado fue al encuentro de su hermana. ¿Qué quieres?- Mira esto, respondió ella señalando con el dedo índice sobre una fotocopia. Él, de pie, tomó entre sus manos el folder donde se encontraba archivado aquel papel y empezó a leer. La niña lo observaba en silencio. Un mutismo absoluto envolvió a los hermanos. De pronto, los ojos del chico feliz se tiñeron del color de la tristeza. Su rostro, se fue desencajando acompañado de un incontrolable temblor en los labios. Avanzaba en la lectura y sentía que una inmensa ola revolcaba su vida hasta terminar por ahogarla. Su corazón se aceleró impresionantemente como queriendo huir de su pecho. Soltó la carpeta con la hoja sobre el sillón y corrió llorando rumbo a su habitación. La verdad oculta acababa de ser descubierta.

Velozmente, la nena, fue hasta la cocina en busca de su madre para contarle que le sucedía a su hermano. Mamá, Willy esta llorando - ¿Por qué? – No sé, estuvo leyendo un papel de la biblioteca – Vamos para que me muestres cuál. Cuando la madre vio lo que su enano había leído sintió venirse todo el universo al suelo. Mandó a su hija a jugar con su hermano menor para distraerla, luego apurada buscó a su esposo. Él, leía una revista internacional en la cama cuando ella ingresó a la alcoba con el rostro evidenciando preocupación. ¿Qué pasa? – Ya se enteró - ¿De qué? – Acaba de leer su partida de nacimiento y esta llorando en su habitación. De un brinco se puso de pie, abrazó a su esposa tratando de calmarla. “¿Qué vamos hacer?”, preguntó la mujer. “Esperemos a que se calme un poco y luego iré a conversar con él”, respondió. “Primero lo haré yo”, propuso ella.

Willy, tumbado en la cama no cesaba de llorar amargamente. Miles de preguntas invadían su atormentado cerebro. En tan solo unos minutos su tierno mundo se había movido bruscamente desatando una terrible catástrofe emocional. Su mamá, nerviosamente tocó la puerta del cuarto. ¿Quién es? – Yo papito - ¿Qué quieres?, respondió lleno de rabia – Tenemos que hablar – No quiero hablar con nadie... ¡Déjenme solo! – Mi amor, no me voy hasta que no charlemos. Desde su lecho miró fijamente la puerta, dudando por un instante, se levantó, con paso pausado se acercó hasta la entrada para permitir el ingreso de su madre. Ella intentó abrazarlo pero él prefirió esquivarla volviendo rápidamente a la cama para continuar con las compuertas de su corazón totalmente abiertas para que su corazón dejara correr su dolor traducido en llanto.

Su madre se sentó al lado suyo y con la mano izquierda empezó a acariciarle el cabello. Willy, lloraba con la cara hundida en la almohada. El sufrimiento que en ese instante sentía el mayor de los niños era algo que sus padres siempre habían evitado. Ella, deseaba poder ocupar el lugar de su hijo con tal de devolverle la alegría y la paz al alma de su inquieto nene. Transcurridos algunos minutos –que se sintieron como eternos- un ahogado “¿Por qué nunca me contaron nada?” se dejó escuchar en aquel espacio. “Mi amor, tu padre y yo solo esperábamos a que crecieras un poco para que pudieras entender”, respondió acongojada. Acaso no estoy bastante grande - Sí, además eres inteligente - ¿Por qué me mintieron? - Nunca te mentimos en nada... tu papá y yo te queremos mucho.

Brevemente la ausencia verbal se apoderó por unos segundos de la recamara, hasta que la matriarca del hogar decidió contarle la verdad: “Tenía dieciséis años cuando conocí al hombre del que me enamoré con toda la ilusión de una niña, pensé que aquella relación seria para siempre. Al poco tiempo quedé embarazada de ti. Tu llegada a este mundo me llenó la vida de felicidad: tu carita colorada como un camaroncito –Willy sonrió entre lagrimas-, tus ojos grandes observaban todo como si buscaran algo que habías olvidado en algún lugar, le sonreías a todos, siempre fuiste un coqueto, cubierto con tu roponcito parecías un muñequito de porcelana. Pero el encanto se rompió a los seis meses de tu nacimiento, el que decía querernos se marchó sin decir nada, un día salió y nunca más regresó. Nos tocó salir adelante solos, tú eras mi fuerza. Luego conocí al que en verdad se ha portado como un padre desde que te conoció”, entre sollozos finalizó la historia. Se acomodó en la cama, abrazó a su hijo y juntos lloraron, unidos como cuando ella era una adolescente y él un bebé.

Luego entró su padre quien por un momento guardo silencio, la madre al verlo se puso de pie ofreciéndole su lugar. Se ubicó muy cerca del pequeño. Willy se sentó y con su carita de pena le preguntó el por qué no le habían cambiado de apellido. “Tu madre y yo muchas veces conversamos del tema y decidimos esperar a que crecieras para que los tres tuviéramos una plática menos dolorosa para ti. No te cambiamos el apellido porque creímos que tenías el derecho de conservarlo, te imaginas si algún día él volvía a tu vida y te enterabas que otro era tu apellido, entonces creerías que siempre quisimos mentirte”, le respondió. “Pero, yo quiero llamarme igual que tu”, refutó. “Hijo, con apellido o sin él eres y siempre serás mi hijo. Yo te quiero tanto como a tus hermanos. Me duele verte triste. Somos tu familia, jamás estarás solo. Tu madre y yo daríamos la vida por ti y por tus hermanos...”, la voz se le quebró, lo cobijó con fuerza entre sus brazos sin poder contener el llanto. ¿Papá los hombres no lloran? También lloramos cuando se quiere como te quiero, respondió.

Pidió quedarse a solas para pensar un poco. Acompañado del silencio de la soledad recordó lo bueno que aquel hombre, al que siempre conoció como papá, había sido con él; las veces que junto a su madre se trasnochó cuando estuvo internado de gravedad en alguna clínica; lo interesante de sus charlas; lo orgulloso que se sentía cuando sus amigos le revelaban la admiración por su padre; pensó en su hermanos; se pregunto de cuanto habría sufrido su madre cuando los abandonaron; al fin comprendía la razón del por qué aquella dama se trasformaba en una fiera indomable cuando alguien osaba tocarlo. Aunque le resultaba difícil beber aquel trago amargo que el destino le servia fue asimilando con admirable serenidad la dura realidad. Abandonó la recamara y se reunió junto a su familia para almorzar en armonía. Comió en silencio, sonreía esporádicamente con las bromas de sus hermanos, y no olvidó de hacer sus travesuras en la mesa (en un descuido cogió parte de la presa del plato de su hermana); terminada su ración pidió permiso a sus padres para ir a la playa, ellos aceptaron.

Caminó hasta el mismo lugar en donde jugara por la mañana junto a sus amigos, se sentó en la arena observando por varios minutos la tranquilidad del mar, sus ojos volvieron a lagrimear, y desde la profundidad de esa neblina con la que la tristeza cubre el alma recordó una frase que en alguna novela escuchara: “Padre no es el que engendra sino aquel que se preocupa de que cada día de tu vida sea el mejor”.

Nuevamente se puso de pie, sin desviar la mirada del mar y de las gaviotas que sobrevolaban sobre las bolicheras en busca de alimento; formó una cruz con los dedos, la beso, luego expresó en voz alta: “Juro por ésta que algún día encontrare al cobarde de mierda que se burlo de mi madre”.

Poco antes de regresar a casa elevó la mirada al cielo y dio gracias a Dios por darle el nuevo padre que tenía, el amor de su madre, y los hermanos que formaban su familia.

El tiempo se encargó que Willy cumpliera aquel juramento escribiendo un nuevo capitulo en su existencia. Convencido que en la vida el destino mueve sabiamente sus fichas continúo alimentando el amor por sus padres.


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