Luces en el cielo de Chimbote

Chimbote de noche

Hay tres cosas que siempre han despertado poderosamente mi curiosidad: el mar, el universo, y la muerte. El fondo de la inmensidad oceánica alberga tantos secretos como el universo, y ambos tan misteriosos como la muerte. Preguntas tras preguntas surgen en mi cabeza, cada una con una respuesta que no termina por convencerme: ¿Cómo es posible que en lo más profundo de esa masa de agua salada, donde ya no hay oxigeno y es altamente caliente, pueda existir vida? ¿Cuál de los millones de planetas que conforman el universo estará habitado? ¿Realmente hay vida después de la muerte? Pienso que mientras mis preguntas no obtengan respuestas convincentes continuare observando con apetitosa atención el mar y el cielo. Y ejercitando el poder de la mente a ver si algún día logro comunicarme con el más allá antes que me vaya para allá.

Cierta noche, mi madre se disponía a preparar la cena cuando se percato que le faltaba la carne molida para el platillo que tenía en mente, cogió el dinero de su cartera y me llamo para darme el encargo. Escuche sus indicaciones y salí rumbo al desaparecido "minimarket", ubicado en la Av. Bolognesi. Por aquel entonces tenía la costumbre de recoger todo tipo de palos con forma de báculos, bastones o varitas –a lo Harry Potter- para entretenerme mientras caminaba por la ciudad. Otro de mis hobbies preferidos en esa época era cambiarles la letra a todas las canciones y entonar la que se me ocurriera. Con mis once meses de julio a cuestas, portando mi varita mágica y el dinero en el bolsillo salí apurado a cumplir el mandado.

Era verano. Fuera de casa, en el malecón: el cielo estaba completamente despejado, el viento soplaba con cierta fuerza, las olas reventaban en las rocas que formaban el rompeolas, la radio en cada casa dejaban escapar la melodía del momento; a lo lejos, se escuchaba el ladrido de algunos perros, realmente un escenario maravilloso. Apurando el paso, imaginando ser el héroe de alguna tira cómica, llegue a local comercial. El aroma tan peculiar de la mercadería que invadía el ambiente se coló en mis pulmones. Camine hasta la sección carnes, cogí la bolsa de carne molida, y luego fui a la caja para cancelar.

Ya, fuera del local, inicie el retorno a casa con el mandado en una bolsa transparente, mi varita mágica en la mano derecha, y un mundo de fantasía en mi cabeza. Los autos transitaban con las luces encendidas, observados por los postes del alumbrado público, en la avenida de doble vía. En cada paso que daba, mis grandes ojos buscaban identificar algún amigo para saludar con la mano en alto o llamarlo con un potente silbido.

Estando cerca de casa, caminando por la Av. Bolognesi, debía voltear por una calle que daba para el malecón Grau, luego girar a la derecha hasta llegar al hogar de mis amores. Fue en ésta calle, que al virar me tope con una multitud de vecinos que observaban el cielo. La curiosidad me llevo a elevar la mirada pero solo vi un sin fin de estrellas, al no comprender que miraban le pregunte a un amigo que se hallaba entre la gente: ¿Oye, qué ven todos como unos sonsos? Con su pequeño dedo señalando el cielo me guió hasta el punto blanco que tenia anonadado al gentío. “Dicen que esa estrella llego moviéndose como un avión y de pronto se quedo quieta”, me dijo. Incrédulo, empecé a observarla pero ahí estaba inmóvil el punto blanco.

Transcurrieron unos minutos para que tuviera lugar el espectáculo que marcaría mi vida y alimentaría mi imaginación. Cuando todos observábamos aquel punto blanco que brillaba en el firmamento como todas las estrella, desde otro punto cardinal, una nueva luz blanca se aproximó ubicándose frente a la anterior. No pasaron muchos minutos para que otra pequeña luz blanca se uniera al grupo como si ambas hubieran estado esperándola. Las tres luces se alinearon de tal forma que formaron un triangulo perfecto. No podía creer de lo que era testigo. Al final, este misterioso polígono se dirigió con dirección al mar y su luz se fue difuminando lentamente en la oscuridad de la noche. Algunos corrimos a las piedras del malecón para fotografiar mentalmente hasta el último conchito de la experiencia que acabábamos de vivir.

Emocionado, con la bolsa de carne molida en una mano, mi varita mágica en la otra, y un evento en mi memoria que nunca olvidaría, regresé a casa. Mis padres esperaban enfadados por la demora pero cuando les conté de lo que acababa de ser testigo se calmaron y quedaron tan sorprendidos como los amigos a quienes luego les relaté lo sucedido.

Si existe o no vida en otros planetas es un enigma que la ciencia tendrá que resolver, mientras yo seguiré preguntándome: ¿Qué fueron esas luces en el cielo de Chimbote?


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Alguna vez fui infiel


Si alguien dijera a una nutrida concurrencia: "Que lance la primera piedra quien nunca haya sido infiel", de seguro me quedaría bien sentadito, es más, me agazaparía entre la multitud intentando pasar desapercibido. "Hay que quemar naves para que en el futuro seas un buen marinero", me recomendaban los mayores cuando aun era joven; imagino que intentaban darme a entender que primero experimentara con algunas 'aventurillas' para luego ser una buena cabeza de familia. Con lo que estos seudo "maestros" no contaban es que tan "sabio" consejo podía convertirse en una inmanejable costumbre durante un tiempo prolongado.

La sociedad machista, que suele gobernar la mayoría de países en nuestro "planeta celeste", ata en los ojos de los varones una oscura venda desde la etapa infantil hasta la mayoría de edad que nos impide, algunas veces, ver la felicidad dentro de la fidelidad. "Cuanto más mujeres más macho" "Tienes que ser un maestro en el arte de trampear" "En la casa manda el hombre" "El mundo es para los vivos (astutos)", esta sarta de cojudeces como una enfermedad se va contagiando de generación en generación.

A lo largo de mi vida muchas veces me he enamorado afiebradamente, con los sentimientos desnudos, muy sinceramente de la mujer que con solo mirarme lograba acelerar mi fluido sanguíneo. Pero también debo reconocer, en honor a la verdad, que algunas veces tuve mis "cosillas" paralelas a la relación que en aquel momento mantenía, aunque éstas fueran con el corazón dormido. Mi ciega juventud me convirtió en un fiel cumplidor de aquella frase popular que dice: "Mi mujer es la catedral y las 'trampas' apenas capillitas".

Todavía recuerdo todas las artimañas que empleaba para evitar ser descubierto –para estas cosas el cerebro funciona al mismísimo nivel del coeficiente intelectual del propio Albert Einstein-, se te despierta la imaginación de tal forma que superas a la mejor productora de publicidad. En una oportunidad, por la noche, regresaba de estar en apapachos con una "malcriadita" e iba a encontrarme con mi enamorada, estando cerca de su casa me doy cuenta que la "bandida", que unas horas antes me regalaba sus besos, había manchado intencionalmente el cuello de mi camisa con el carmín de sus labios. Detuve mi avance vociferando una retahíla de groserías, y empecé a girar como loquito sobre mi propio eje hasta que se me encendió el foco dándome la solución: Me quité la camisa, la froté en el piso - especialmente la parte del cuello-, luego volví a colocármela y continúe mi camino. Ella, al verme preguntó preocupada qué me había sucedido, respondí si titubear, tocándome el brazo, que llegando a su hogar me fui de bruces en el terral que se hallaba a unos metros de allí. Sin más preguntas pidió que me quitara la camisa y juntos la metimos en la lavadora, luego me prestó una camiseta de su hermano y nos sentamos a conversar tranquilamente. Finalmente, con la camisa húmeda dentro de una bolsa, regresé tranquilo a mi casa.

Hoy, después de muchos años, recuerdo ésta y muchas "aventuras" similares, pienso en lo sinvergüenza que fui pero también en lo inteligente para evitarles un mal rato a quienes no merecían les arruinara la ilusión de ese entonces. Ninguna de ellas jamás se enteró de estas "travesuras" machistas de las que no me siento orgulloso, y mucho menos digno de convertirlas en consejos para las nuevas generaciones. Llega el momento en que acumulas tantas relaciones a la vez que pierdes el control de tu desorden sentimental generándose en tu interior el deseo de estar solo. Supongo que inconcientemente ha de ser también el temor a ser descubierto, te echen encima a los rudos de la familia y no lo cuentes al día siguiente.

Una psicóloga me dijo por aquella época: "Javier, es bueno que vivas todas estas experiencias para que cuando te llegue la hora de formar un hogar no te distraigas buscando en la calle lo que dejaste de vivir en ésta etapa de tu vida". El tiempo se tragó golosamente muchos calendarios de mi existencia y aun continuo soltero pero esta vez enamorado de una sola mujer.

Lo bailado nadie me lo va a quitar, es verdad, pero ya con más de cuatro décadas a cuestas pienso que mejor hubiera sido "danzar" siempre con una sola mujer para no perderme los bellos momentos que por distraerme en otros labios dejé de vivir al lado de ella.


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Los pequeños piratas

Antigua playa de Chimbote

Cada vez que escucho algún bolero del trío "Los Panchos", o a la orquesta de Pault Mauriat, inevitablemente me vuelven los recuerdos de infancia en la casa que mis progenitores tenían en el malecón Grau, de la ciudad de Chimbote: mis padres sentados en la sala escuchando su música preferida; mis hermanos jugando en sus habitaciones o en el patio; yo, "clavado" en la ventana observando como la penumbra de la noche digería aquellas grandes embarcaciones pesqueras que se enrumbaban mar adentro. A lo lejos, alcanzaba a divisar el extenso muelle débilmente iluminado, frente a él a las bolicheras esperando el aviso de la capitanía para encender motores y lanzarse a la faena nocturna.

Mi padre: un hombre de porte atlético, cabello ondulado, bastante bien parecido, siempre con sus anteojos de carey, y su reloj de números romanos con correa marrón en la muñeca izquierda, era el responsable de mantener en perfecto estado las sondas y radares de las inmensas embarcaciones. Éste caballero tuvo la genial idea, cuando aun vivíamos en otra ciudad portuaria, de permitir que desde los cinco años lo acompañara en la "panga" (remolque marítimo) que lo trasladaba desde el muelle hasta estas moles de metal para familiarizarme con su trabajo –según decía él- pero lo que consiguió fue que el mar y yo quedáramos más unidos que una madre a su hijo. Digamos que a diferencia de muchos infantes primero aprendí a trasladarme en una embarcación que a manejar una bicicleta.

Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar en el malecón Grau los primeros amigos que tuve fueron hijos de pescadores. Estos niños que siempre traían un aliento a pescado frito me llenaron la cabeza de historias sibilinas relacionadas con el mar. Por ejemplo, me hablaron de un jinete vestido completamente de negro montado sobre un corcel del mismo color que en alguna noche vi o creí ver cabalgando por la arena frente a mi casa... cosas de críos. Con ellos por primera vez jugué fulbito en plena pista con dos grandes rocas por arco. Aprendí mis primeras palabras soeces y malas mañas que en casa mi madre se encargaba de corregírmelas a punta de correa.

Junto a mis nuevas amistades, desde una distancia prudente, hacíamos un reglaje a los pescadores artesanales que confiados dejaban sus botes en plena bahía, sobre la arena, y debajo de estas naves de madera los remos. Uno de nosotros se encargaba de seguir al pescador elegido para confirmar que se encontraba lejos y así poder apoderarnos por un largo rato de sus barcas. Entre todos la empujábamos hacia el mar, luego por turnos nos sucedíamos para remar. Al final del paseo regresábamos la pequeña lancha "prestada" a su lugar de origen, y nos marchábamos con el juramento de no delatar nada de lo sucedido. Por suerte jamás aconteció accidente alguno. Pensar que esto lo hacíamos con apenas diez años. Aunque hubo ocasiones que fuimos descubiertos en plena travesura marina y el o los pescadores nos dieron una "catana" (golpes) como para ahuyentarnos de aquel juego peligroso.

El malecón Grau que llegué a conocer aun tenía un gran espacio de arena que separaba al mar de la parte peatonal, eran tiempos en que la inseguridad ciudadana no era tan endemoniada como en la actualidad. Sobre el color plomizo de la arenilla de la playa chimbotana muchos carpinteros construían embarcaciones de madera, de regular tamaño, a la luz del día. Al marcharse dejaban sus herramientas dentro de estos esqueletos de madera para continuar trabajando al día siguiente. Nosotros, los pequeños piratas, invadíamos por las noches estas barcas a medio terminar para convertirlas en santuarios de nuestras fantasías. El eco abrumador de las olas bravías y el silbido fantasmal del viento filtrándose por los finos espacios, entre los tablones, inspiraba a los más inocentes a imaginar que eran Simbad el Marino; los demás nos dedicábamos a fumar cigarrillos sin filtro, marca "Inca": raspaban el pecho hasta la tos, y después de cuatro pitadas ya estábamos totalmente mareados. Además de fumar y contar leyendas, nuestros temas giraban en torno al sexo: del escote de la maestra, de las nalgas de tal o cual señora, o vecinita a la que ya se le empezaban a notar ciertos cambios en su anatomía.

El tiempo pasó, con él se marcharon por distintos caminos aquellas amistades, los recuerdos quedaron pero el malecón cambió. Cada vez que he podido observar la orilla desde una bolichera, mientras el fuerte viento me peinaba el cabello a su antojo, mi cerebro ha reestrenado una película en sepia en la que los personajes son muchos niños que sin importarles las diferencias sociales jugaban como hermanos sin medir el peligro, o el límite entre la travesura y lo delictivo. Sobre este pasado hermoso se construyó el moderno malecón Grau, un corredor turístico orgullo de los chimbotanos.


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